El sentimiento no se equivoca nunca, y te juro que quise quererte. Desde que vi tu cabecita teñida de rojo y estallaste en llanto, quise quererte. Desde que pusieron tu cuerpo resbaladizo sobre mi pecho, quise quererte. Cuando prendiste tu boquita de pez en mi pecho, lo intenté con ahínco.
Pero no. Veía sus uñas clavadas en mi garganta en las tuyas de papel. Y tu cuerpo olía a su sudor agrio por mucha colonia que te echara.
Por eso estarás mejor a su lado, en el jardín de atrás. La Naturaleza tampoco se equivoca.
Ayer he recibido la buenísima noticia de que mi relato «Manual de lectura» ha obtenido el segundo premio (empatado con el de mi amigo Miguelángel Flores, ¡qué honor!) en el I Concurso de Microrrelatos del Bienestar organizado por Jabones Alonso de la Torre.
Una alegría muy grande y un verdadero honor. La consigna era escribir algo que generara en el lector una experiencia positiva. Y para mí la lectura siempre lo es, de ahí el tema de mi micro.
Muchas gracias al jurado, a Jabones Alonso de la Torre por esta idea tan bonita y enhorabuena a mis compañeros Pedro y Miguelángel por sus estupendos relatos.
El premio no podía ser más bonito. Además de un lote de productos de Jabones Alonso de la Torre, que es garantía de bienestar, unos marcapáginas con mi relato que acompañarán los pedidos de los clientes. ¡Un lujo de premio!
Abra
el grifo procurando equilibrar el frío de las palabras esdrújulas con la
calidez de las agudas
Alcanzada
la temperatura perfecta, llene la bañera unos quince centímetros. Puede echar
entonces las sales. Recomendamos las elaboradas con comas por ser más
armoniosas que las de signos de exclamación.
Nunca
se sumerja sin probar la historia hundiendo la muñeca en la contratapa, o si es
usted osado, en cualquier página al azar
Una
vez tenga el cuerpo envuelto en una buena trama, relájese y abra sus poros.
El pasado 31 de octubre he tenido una noche de Halloween muy especial.
He tenido el honor de recibir el Primer Premio en el II Certamen Artístico Multidisciplinar sobre la muerte Punto Final (Categoría Relato).
Se trata de un certamen que gira sobre la temática de la muerte y que incluye tres categorías: Relato, Cortometraje y Fotografía.
Mi relato Rigor Mortis (aquí puede leerse) me ha dado la alegría de ser galardonado por el jurado a quienes agradezco muchísimo el reconocimiento.
El acto de entrega de premios se ha llevado a cabo en un enclave muy especial y adecuado. Se trata del Museo de las momias de Quinto. Un sitio que sin duda vale la pena visitar, cosa que recomiento fervientemente hacer.
Ha sido una gala muy divertida y cargada de humor, en la que se le dio visibilidad a un tema que puede resultar tabú como es el tema de la muerte.
Muchas gracias al Ayuntamiento de Quinto y a todos los patrocinadores por el esfuerzo con que se impulsa el arte y la cultura desde este municipio tan especial de la provincia de Zaragoza.
Al tío Ricardo
hubo que enterrarlo sin su mano derecha. Por más que los de la funeraria lo
intentaron e intentaron, no pudieron desprenderla de su piano.
Primero lo
hablaron con la familia. Bueno, eso me han contado, porque yo no estaba
presente. A los niños no se nos permite estar presentes en cosas tan serias
como la muerte del tío Ricardo. Y por más que seamos tan familia del tío como
los adultos, da igual. En estas cosas los niños ni pinchan ni cortan, dice mi
abuela. Y a ver quién es el valiente que se atreve a contradecirla
El caso es que
los de la funeraria plantearon el problema, pero nadie se ofrecía para ayudarlos,
que seis brazos tiran más que cuatro, digo yo. Pero nada. Como si les diera
miedo el pobre tío, que estaba más callado que nunca. Hasta que mi padre dijo
que él lo intentaría. Si mi padre dijo eso es porque mi madre lo miró con su
cara de “Arturo, haz algo ya” y no tuvo más remedio. Esto lo puedo asegurar
aunque yo no estuviera allí, sin temor a equivocarme. Mi padre nunca hace nada
hasta que mi madre lo mira con su cara de “Haz algo ya”. Especialmente si se
trata de ir a limpiar a mi hermana pequeña cuando va al baño y llama gritando
“Ya está”. Mi padre parece sordo, y mi madre termina saliendo de la cocina con
la cuchara de madera en una mano, el trapo de secar los platos en la otra y su
mirada de “Haz algo ya” dibujada bien nítida en sus ojos. Hasta ese momento, no
hay quien levante a papá del sofá.
Pues a pesar de
la ayuda que terminó prestando mi padre, seis brazos tampoco pudieron
desprender al tío Ricardo de su piano.
Los de la
funeraria dijeron algo así como rigor mortis (que esto sí lo escuché cuando
salieron al pasillo sudando a mares), aunque si se ponen a hablar en otro
idioma, quién puede entender nada. También escuché cuando llamaron a los
bomberos.
Yo me preguntaba
para qué los llamaban si no se estaba incendiando nada. Ni siquiera olía a
quemado. Sólo a la colonia que mi abuela había estado echando por el aire desde
que el tío había muerto. Como si el hombre pudiera oler algo a esas alturas.
Supongo que lo hacía para engañarlo y que creyera que estaba rodeado de muchas
flores. Porque a los muertos se les regala flores aunque nadie sabe para qué
las querrán. Pero al tío nadie le había regalado ni una sola aún. Y eso que
llevaba ahí sobre el piano no sé cuantas horas.
Yo sé todo esto de
las flores porque lo vi en la novela de las cinco, la que la abuela mira
mientras hacemos la tarea. En esa novela, cada dos por tres se muere alguien. Y
ahí están, todos de negro, alrededor del muerto que está rodeado de flores y se
queda quietecito quietecito.
Yo le pregunto a
mi abuela si está muerto de verdad. Y me dice que no, que es un actor. Que
seguramente lo han sacado de la novela porque ha pedido aumento de sueldo. Y
que solo se está haciendo el muerto. Pero hay que ver lo bien que lo hace. Y lo
bien que lloran los demás. Tal vez no sepan que es un actor y no está muerto de
verdad, porque si no es increíble que sepan llorar tan bien. Ni mi hermana Clara
lo hace con tanto empeño cuando mi madre amenaza con dejarla sin postre. Y eso
que mi madre dice que Clarita es toda una actriz.
Cuando llegaron
los bomberos, en la confusión, entre los vecinos que entraron a ver qué pasaba,
mis hermanos y yo conseguimos colarnos en el cuarto donde estaba el muerto.
La verdad es que
mucha impresión no da, sí un poco de desmayo, pero no del todo. Más que nada a
Clarita, que como es muy actriz, vomitó toda la comida en el macetero del
balcón, aunque nadie se dio cuenta, porque estaban todos muy ocupados opinando
acerca de cómo había que proceder.
Ahí estuvieron
los bomberos, con lo forzudos que eran, y con esos cascos (como si el muerto
fuera a darles con un palo en la cabeza) tirando y tirando. Maniobrando con el
piano y el cuerpo del tío, pero nada. El tío se negaba a desprenderse. O al
menos eso me pareció a mí.
Nuevas
deliberaciones entre los familiares más allegados, los bomberos y los de la
funeraria mientras los niños jugábamos al escondite entre unos y otros. Porque
hay que ver cómo se aburre uno sin nada que hacer mientras espera que los
adultos piensen en sus complicadas cosas de adultos.
Al final no quedó
más remedio que velar al tío por partes. Los bomberos le cortaron la mano y los
de la funeraria se llevaron el resto del tío en una camilla tapado de pies a
cabeza hacia el tanatorio. No sé si lo tapaban por eso de que los muertos se
ponen fríos, o para que los vecinos cotillas que no habían podido entrar en
casa y espiaban desde las ventanas no vieran que el tío iba incompleto. Se los
veía muy aliviados por poder terminar al fin con su trabajo y abandonar la
casa.
Lo de la cortada
de la mano nos lo perdimos porque la abuela nos llamó a tomar la leche en la
cocina justo en ese momento. Fue una burda maniobra de distracción, y lo
sabíamos, pero como también sabíamos que para sacarnos de en medio iba a ser
capaz de darnos lo que pidiéramos, aprovechamos para conseguir doble ración de
biscocho de yogur que de otro modo nunca hubiera consentido darnos.
Clarita, que seguía
muda y con los ojos abiertos como dos huevos fritos, no se comió su parte, por
lo que nos la jugamos a piedra papel o tijera entre los mellizos y yo. Yo gané
con tijera. Y cuando Clarita vio mi gesto de cortar cortar cortar dibujado con
el dedo mayor y el índice en el aire, se puso a llorar como una loca.
La abuela nos
echó la culpa a nosotros tres porque como todos los hombres, tenemos la
sensibilidad de una lagartija, ha dicho. Lo mismo que mamá dice a veces cuando
papá se queda dormido durante una de esas películas de llorar que tanto le
gustan a ella.
Después, mi madre
nos reunió para decirnos que los niños no podíamos ir al tanatorio, que ese no
era sitio para menores, y que nos teníamos que quedar con la abuela.
Yo, por un lado
me alegré, porque seguro que ese asunto del tanatorio iba a ser un rollo feroz.
Y encima íbamos a tener que estar callados, sin sorbernos los mocos y sin
tentarnos de risa cuando los mellizos pusieran en práctica su repertorio
completo de caras de bobo que reservan para ocasiones como estas.
Para que no nos
impresionara mucho colocaron una corona de flores muy coqueta sobre el pedazo
del tío Ricardo que nos quedó para los niños.
Allí estuvimos,
toda la noche, velando la mano. No porque echáramos de menos al tío, sino porque
no había quien se fuera a dormir a una habitación solo con el miedo que dan las
cosas de muertos.
Y la abuela que
insistía en que cada cual a su cuarto. Que nada de andar de cama en cama
jugando batallas de almohadas. Que el tío se merecía un respeto. Así que ahí
nos quedamos todos en la sala, con los pijamas, las pantuflas y las mantitas
del sofá colocadas a modo de capas sobre los hombros y mirando de vez en cuando
la mano, que tampoco es que se moviera ni hiciera nada espectacular.
Ese fue mi primer
velorio. Un velorio para niños. Y yo,
que ni siquiera quería mucho al tío. Y el tío que ni siquiera sabía tocar el
piano.