La frontera – Segundo premio en el X Concurso de Relatos Marbella Activa

La frontera – Segundo premio en el X Concurso de Relatos Marbella Activa

La frontera apareció en el salón de casa un jueves a la vuelta del colegio. ¿Y esto que es?, preguntó mi madre cuando vio la montañita de unos diez centímetros de alto atravesando la tarima nueva. Fue a por la escoba, pero por más que barría, en cuanto acercaba el recogedor la montañita volvía a su sitio y no había forma de quitarla.

Como mi mamá siempre tiene mucha prisa, al final renunció a deshacerse de ella al menos hasta el día de limpieza general que en casa es el sábado.

Por eso los niños la adoptamos. Adoptar una frontera es bastante divertido. Por ejemplo, tú puedes montar tu pista de fórmula uno del lado del mueble modular, mientras que tu hermana monta su peluquería del lado del sofá. Es que el sofá le viene bien como sala de esperas para sus clientas y los estantes bajos del mueble te vienen bien a ti para montar los boxes. Todo arreglado. Además, la frontera es muy fácil de pasar por encima. Basta con levantar un pie o dar un saltito pequeño. Por eso, si te aburres de reparar coches y probarlos en la pista, puedes ir a atender a la Señora Osa a quien tu hermana le está haciendo un peinado moderno, mientras ella va a tu lado de la frontera a hacer alguna prueba de motor.

Hasta que no llegó la hora de la cena, mamá no volvió a acordarse de la frontera. Pero cuando nos vino a decir que había que recoger para poner la mesa puso su cara de “¿qué está pasando aquí?” y es que la frontera (supongo que a fuerza de alimentarla con nuestros juegos) estaba bastante más alta. Aunque ni siquiera nos llegaba a las rodillas. Mientras recogíamos, mamá fue otra vez a por la escoba con igual resultado. La frontera se rearmaba en cuanto la barría.

Mamá lo dejó porque papá estaba llamando a su teléfono. Así que se fue a la cocina y luego, con cara de pocos amigos (así llama ella a la cara que se te queda por ejemplo después de pelearte con tu hermana), dijo que cenaríamos nosotros porque papá iba a llegar tarde.

Mi hermana Elisa protestó porque a ella le gustan más los cuentos para dormir de papá que los de mamá. Y yo le hice mi señal de dedo cruzado sobre la boca para indicarle que se quedara calladita, porque (como dice mi abuela) “el horno no estaba para bollos”.

Cenamos. Para ir a ponernos el pijama ya tuvimos que cruzar la frontera levantando bastante la pierna, nos llegaba más arriba de la rodilla.

Mamá nos contó un cuento corto y triste, como hace siempre que está enfadada. Elisa le pidió que no nos apagara la luz, como hace siempre que presiente que será una noche de pesadillas.

Y lo fue. Entre sueños escuché la voz de papá demasiado alta para ser de madrugada y la de mamá diciendo “No sé si podré perdonarte algo así”. Me dormí y soñé con que mamá dejaba de perdonarme cada vez que metía la pata. Cada vez que contestaba mal o que me olvidaba de que tenía tarea, o cuando me encaprichaba con que me comprara más chocolate en el super. Como mamá ya no me perdonaba mis errores, ya había dejado de quererme. Eso me ponía muy triste.

Por la mañana fue papá quien nos preparó el desayuno y dijo que mamá se había tenido que ir pronto al trabajo. ¿Vosotros sabéis que es esto que vuestra madre ha montado en el salón?, preguntó señalando sorprendido la frontera. A los niños ya nos costaba cruzarla para ir a recoger las mochilas. Elisa le aseguró que mamá no la había puesto allí, que había aparecido sola, pero papá la miró sin creerle.

No podíamos ponernos a discutir quién decía la verdad porque íbamos a llegar tarde al cole, así que salimos corriendo.

Cuando papá nos vino a recoger, supimos que algo raro pasaba. ¿No tenías que trabajar?, le pregunté. Hoy, no, respondió cuando estábamos entrando en casa. Nos quedamos de piedra cuando vimos la frontera, ya nos llegaba al mentón. Entramos al salón y del otro lado de la montaña estaba mamá sentada en el sofá. Papá nos tuvo que alzar por encima del montículo para que fuéramos a saludarla. Mamá dijo que le dolía la cabeza y que se quedaría de ese lado de la frontera. Que nos fuéramos al otro lado con papá y no hiciéramos demasiado ruido. Papá volvió a auparnos para su lado y nos preparó la merienda.

La frontera no solo había crecido en altura sino también en longitud. Ahora atravesaba todo el pasillo dejando la cocina de un lado, nuestro cuarto del otro y adentrándose en la habitación de mamá y papá. Como una serpiente indomable se arrastraba por el suelo y al llegar a los pies de la cama subía por encima del edredón dividiéndola en dos. Como también dividía en dos, y prácticamente ocultaba, la foto que mamá y papá tenían sobre la cabecera. Era de su luna de miel en Marbella, el atardecer en la playa estaba partido y el punto en que se unían sus manos, oculto, por lo que solo se veía la mitad derecha de mamá y la izquierda de papá. Playa aquí y allá, y del sol en el horizonte, ni la luz.

Estaba claro que papá había intentado interrumpirle el paso a la frontera poniéndole por delante sillas, libros, un ventilador de pie y la bicicleta estática. Pero no había caso, pasaba por encima y dividía en dos cualquier cosa que se le pusiera delante.

A medida que pasaban las semanas, el crecimiento de nuestra frontera se estabilizó, pero fue haciéndose más consistente. Los primeros días podíamos cavar túneles y atravesarla sin esfuerzo, pero cada vez costaba más hacerlo.

Papá había ideado un sistema de poleas con el que nos subía y nos bajaba del otro lado porque ya tenía la cintura dolorida de tanto alzarnos. Mamá seguía recluida de su lado y solo cruzaba la frontera subiéndose a una silla cuando papá no estaba del suyo.

Toda la casa se había vuelto oscura y triste ya que la luz de las ventanas quedaba oculta en gran parte por la frontera y aún del lado en que le daba el sol empezó a crecer musgo en su ladera. Todos sabíamos que era por todo lo que mamá lloraba en silencio simulando que tenía resfríos monstruosos, alergias varias o basurillas en los ojos.

Como papá y mamá dormían separados por la frontera, ponían el despertador a distintas horas y nos llamaban para ir al cole dos veces al día, o ninguna. Se olvidaban de venir a recogernos o venían los dos y hacían como si no se vieran.

Elisa estaba muy triste porque a las niñas las ponen tristes las fronteras. Eso me dijo mamá un día que estábamos de su lado.

A los chicos, en cambio, nos enfadan las fronteras. Eso nos dijo papá un día que estábamos del suyo.

Así, tristes y enfadados pasamos no sé cuánto tiempo. A veces papá asomaba la cabeza por encima de la montaña y le decía a mamá que ya era hora de dejarse de tonterías. Ella ni lo miraba y seguía viendo la tele.

Cuando Elisa se pone triste hace locuras. En casa, eso lo sabemos todos. Por eso no me sorprendió que una noche, en pijama y descalza, se subiera a la mesa alta, de allí al respaldo de una silla y en dudoso equilibrio se erigiera como una alpinista experta en la misma cima del pico más alto de la frontera.

Cuando papá y mamá la vieron, uno de cada lado, le gritaron que se quedara quieta, que ya iban a rescatarla, que podía caer y hacerse daño.

Pero ella, ni caso. Se puso a la pata coja y desplegó la comba que tenía escondida debajo del pijama.

—¡No! —gritaron a dúo mamá y papá y por primera vez en meses hicieron algo juntos.

Elisa siguió a lo suyo por lo que se abalanzaron sobre ella. Cada uno cogió una de sus manos. Elisa sonrió y se quedó quietecita quietecita, como si estuviera jugando a la mancha venenosa. Entonces, con los ojos a la altura de los conejitos del pijama de Elisa, mamá y papá se miraron.

—Bájate, cariño —pronunciaron a la vez. Y sonrieron.

Elisa se mantuvo firme. No parecía dispuesta a bajar. Movió ambas manos juntando los extremos de la comba y al hacerlo acercó los dedos de papá y mamá que se rozaron. Se produjo una casi imperceptible chispa y la altura de la frontera bajó considerablemente en el punto en que Elisa estaba de pie. Otro roce de manos, otros veinte centímetros menos. Así hasta que ya no había altura suficiente como para que Elisa corriera peligro alguno de caerse. Pero aun así papá y mamá mantenían apretadas sus manos.

Aquella noche Elisa y yo cenamos sentados sobre el desnivel de la frontera a horcajadas. Como si nuestra montaña fuera un enorme dragón al que estábamos a punto de domar. Papá y mamá, cada uno de su lado, pero juntos.

Llevó varios meses conseguir que toda la frontera se debilitara y se dejara aspirar y atravesar por el robot de limpieza. La que más costó que se quitase fue la zona sobre la cama de mamá y papá. Pero una mañana de domingo corrimos a despertarlos como siempre, Elisa de un lado de la frontera y yo del otro y no pudimos creer lo que veíamos. Papá y mamá dormían abrazados en medio de la cama. Y de nuestra caprichosa frontera, ni rastro.

Son los hijos

Son los hijos

Empezábamos en septiembre. Llevábamos las capas al tinte, lustrábamos las coronas, cepillábamos los camellos y zurcíamos a conciencia los sacos de transporte. A mediados de noviembre empezábamos a recibir cartas e íbamos adelantando trabajo. Por experiencia sabíamos que después había muchas de última hora, que llegaban el mismísimo cinco. Eran unas semanas de vorágine, de no dormir más de un par de horas seguidas, de quebraderos de cabeza para conseguir deseos complicados con un presupuesto que había que estirar y repartir entre muchos.

Doblábamos prendas que seguramente tendrían que ser descambiadas, armábamos paquetes imposibles, escribíamos los nombres de los destinatarios e íbamos tachando los terminados de la larga lista general. Eso siempre que en nuestra lista de comportamientos anuales el receptor mereciera recibir regalo. De lo contrario siempre teníamos a mano los pequeños sacos de carbón, que en realidad muy pocas veces entregábamos, porque en general los interesados se redimían a último momento y había que envolver de prisa y corriendo su regalo.

Después de revisar y registrar cada pedido, pensábamos regalos adecuados para aquellos que no nos habían hecho llegar el suyo. Eso era complicado, pero nos gustaba mucho analizar costumbres, gustos y aficiones para encontrar lo mejor en cada caso.

Alimentábamos equilibradamente a nuestras monturas y entrenábamos a diario largas caminatas y levantamiento de elevados pesos.

Planificábamos recorridos, rutas rápidas, estudiábamos atajos, accidentes geográficos y previsiones meteorológicas.

Los últimos días nos poníamos a dieta. Sabíamos que después nos atiborraríamos de turrón, roscón, galletas, polvorones y todo lo que hubiera sobrado de las celebraciones navideñas. No podíamos defraudar a nadie y en cada casa había que hacer los honores y comer, aunque fuera un poco.

A pesar de que parecía que nunca lo haría, el gran día siempre llegaba. Nos vestíamos con esmero, nos cobijábamos en nuestras capas y montados en los camellos seguíamos la estrella arrastrando los sacos cargados de regalos.

Procurábamos pasar desapercibidos y dejar los paquetes sobre los zapatos mientras todos dormían, pero siempre había algún niño que nos veía desde un par de ojos restregados a causa del sueño y la incredulidad. Y la ilusión de aquellas caritas hacía que todo el esfuerzo valiera la pena.

Por eso, desde que nos dijeron la verdad, echamos tanto de menos todo aquello. Alguna vez teníamos que saberla, sí. Es ley de vida. Pero no por eso es menos decepcionante. De un día para otro, un hermano mayor o un amiguete que nos saca unos años y que ya tiene bisnietos, nos lo deja caer.

Al principio no lo crees. ¿Qué los niños son los hijos? ¿Qué todas esas caritas ilusionadas que nos esperaban cada año no existen? ¡Anda ya! Al principio no te lo crees ¿Cómo va a ser verdad que no eres rey y menos que menos mago si durante tantos años has estado comportándote como tal? ¡Pero si hasta en las noticias aparecían las novedades sobre nuestros preparativos y nuestro viaje! ¡Si en cada ciudad nos recibían con grandes cabalgatas y emoción!

Que no, te dicen. Es que los niños han querido mantenerte la ilusión. Porque no hay nada más bonito que la inocente ilusión de un padre entregado.

Y te quedas de piedra, y lloras un poquito procurando que no se note. Y te preguntas qué harás el próximo 5 de enero por la noche, cuando ya no tengas que andar de puntillas porque ya sabes que todo el mundo dejará de simular que eres un verdadero rey.

Lustras tu corona, llamas a tus hijos y les explicas cómo sacar mejor partido de un presupuesto limitado, cómo alimentar correctamente a los camellos, cómo organizar las cartas por zona geográfica y mantener el inventario de regalos siempre actualizado. Cómo identificar el regalo perfecto para los que no envían carta, y por último pones a su nombre el apartado de correos al que te ha llegado la correspondencia durante toda la vida. Les entregas la corona y haciéndoles todo tipo de recomendaciones, les dices que tienes un secreto muy importante que contarles y les haces creer que ellos son los reyes. Te da un poco de pena mentirles, pero la ilusión con que palpan tu capa de terciopelo y acarician los camellos hace que sientas que estás haciendo lo correcto.

Elige tu propia aventura

Elige tu propia aventura

Apareciste al escoger continuar por la página 5 y me enamoraste con solo leer tus ojos almendrados. Al final de la 8 tomé la siguiente decisión (perseguir tu elegante figura de presunta Mata Hari en lugar de ir tras los tres individuos de acento ruso) y nos casamos al principio de la 15. Terminando ese capítulo habían nacido nuestros dos hijos. Unas cuantas páginas después, un poco aburrido de tantas descripciones sin acción, te fui infiel. Crisis que superamos al elegir correctamente pasar página y empezar de cero en la 54. Pero hartos de compartir cama y lectura, en la siguiente bifurcación nos separamos. Yo a la 89, tú tras tu sueño de Hollywood. Entonces todo se descalabró y me di cuenta de que quisiera seguir leyéndote toda la vida.

Busco desesperado el desvío que me lleve otra vez a ti. Pero me temo que tú ya te has cambiado de libro.

Política de cookies

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Va por la vida dejando caer migajas de pan. Un rastro nítido que siguen los aprovechados de siempre para ofrecerle miles de productos. Colchones viscoelásticos si busca “cómo sobrellevar el insomnio”, hoteles con encanto si consulta “cómo reconquistar a tu pareja”, bridas de primera calidad, si en la barra de Google teclea “cómo retenerla” y hasta conjuros de amor infalibles, si como hoy, escribe en un intento desesperado “¿qué hago si todo lo demás ha fallado?”.

Pero, cierto es que se ha cuidado muy bien de buscar información sobre venenos, armas letales, asfixias provocadas o sobredosis. Por eso no entiende cómo tiene en su salón a un tal Sherllock acompañado de un ridículo medicucho haciéndole miles de preguntas acerca de un asesinato que ni siquiera ha empezado a planear, cuya víctima, vivita y coleando, canturrea en la cocina mientras charla con su amante por WhatsApp como todas las noches.

De vuelta a los 12

De vuelta a los 12

Desde que supe que habías muerto, no he dejado de pensar en ti.

Hoy te he visto en El Capricho mientras mis hijos correteaban por el jardín. Tenías doce, como cuando vinimos con el cole. Me cogiste la mano para llevarme bajo el arco donde nos dimos el primer beso. Yo, una señora de casi cuarenta, enredando su lengua con la de un niño y riendo a escondidas.

Entonces el pelo se me engancha en los ladrillos y me duele tener que regresar. Los niños me llaman preocupados, pero veo en tus ojos que ya nunca podré salir de aquí.

Rigor mortis

Rigor mortis

Al tío Ricardo hubo que enterrarlo sin su mano derecha. Por más que los de la funeraria lo intentaron e intentaron, no pudieron desprenderla de su piano.

Primero lo hablaron con la familia. Bueno, eso me han contado, porque yo no estaba presente. A los niños no se nos permite estar presentes en cosas tan serias como la muerte del tío Ricardo. Y por más que seamos tan familia del tío como los adultos, da igual. En estas cosas los niños ni pinchan ni cortan, dice mi abuela. Y a ver quién es el valiente que se atreve a contradecirla  

El caso es que los de la funeraria plantearon el problema, pero nadie se ofrecía para ayudarlos, que seis brazos tiran más que cuatro, digo yo. Pero nada. Como si les diera miedo el pobre tío, que estaba más callado que nunca. Hasta que mi padre dijo que él lo intentaría. Si mi padre dijo eso es porque mi madre lo miró con su cara de “Arturo, haz algo ya” y no tuvo más remedio. Esto lo puedo asegurar aunque yo no estuviera allí, sin temor a equivocarme. Mi padre nunca hace nada hasta que mi madre lo mira con su cara de “Haz algo ya”. Especialmente si se trata de ir a limpiar a mi hermana pequeña cuando va al baño y llama gritando “Ya está”. Mi padre parece sordo, y mi madre termina saliendo de la cocina con la cuchara de madera en una mano, el trapo de secar los platos en la otra y su mirada de “Haz algo ya” dibujada bien nítida en sus ojos. Hasta ese momento, no hay quien levante a papá del sofá.

Pues a pesar de la ayuda que terminó prestando mi padre, seis brazos tampoco pudieron desprender al tío Ricardo de su piano.

Los de la funeraria dijeron algo así como rigor mortis (que esto sí lo escuché cuando salieron al pasillo sudando a mares), aunque si se ponen a hablar en otro idioma, quién puede entender nada. También escuché cuando llamaron a los bomberos.

Yo me preguntaba para qué los llamaban si no se estaba incendiando nada. Ni siquiera olía a quemado. Sólo a la colonia que mi abuela había estado echando por el aire desde que el tío había muerto. Como si el hombre pudiera oler algo a esas alturas. Supongo que lo hacía para engañarlo y que creyera que estaba rodeado de muchas flores. Porque a los muertos se les regala flores aunque nadie sabe para qué las querrán. Pero al tío nadie le había regalado ni una sola aún. Y eso que llevaba ahí sobre el piano no sé cuantas horas. 

Yo sé todo esto de las flores porque lo vi en la novela de las cinco, la que la abuela mira mientras hacemos la tarea. En esa novela, cada dos por tres se muere alguien. Y ahí están, todos de negro, alrededor del muerto que está rodeado de flores y se queda quietecito quietecito.

Yo le pregunto a mi abuela si está muerto de verdad. Y me dice que no, que es un actor. Que seguramente lo han sacado de la novela porque ha pedido aumento de sueldo. Y que solo se está haciendo el muerto. Pero hay que ver lo bien que lo hace. Y lo bien que lloran los demás. Tal vez no sepan que es un actor y no está muerto de verdad, porque si no es increíble que sepan llorar tan bien. Ni mi hermana Clara lo hace con tanto empeño cuando mi madre amenaza con dejarla sin postre. Y eso que mi madre dice que Clarita es toda una actriz.

Cuando llegaron los bomberos, en la confusión, entre los vecinos que entraron a ver qué pasaba, mis hermanos y yo conseguimos colarnos en el cuarto donde estaba el muerto.

La verdad es que mucha impresión no da, sí un poco de desmayo, pero no del todo. Más que nada a Clarita, que como es muy actriz, vomitó toda la comida en el macetero del balcón, aunque nadie se dio cuenta, porque estaban todos muy ocupados opinando acerca de cómo había que proceder.

Ahí estuvieron los bomberos, con lo forzudos que eran, y con esos cascos (como si el muerto fuera a darles con un palo en la cabeza) tirando y tirando. Maniobrando con el piano y el cuerpo del tío, pero nada. El tío se negaba a desprenderse. O al menos eso me pareció a mí.

Nuevas deliberaciones entre los familiares más allegados, los bomberos y los de la funeraria mientras los niños jugábamos al escondite entre unos y otros. Porque hay que ver cómo se aburre uno sin nada que hacer mientras espera que los adultos piensen en sus complicadas cosas de adultos.

Al final no quedó más remedio que velar al tío por partes. Los bomberos le cortaron la mano y los de la funeraria se llevaron el resto del tío en una camilla tapado de pies a cabeza hacia el tanatorio. No sé si lo tapaban por eso de que los muertos se ponen fríos, o para que los vecinos cotillas que no habían podido entrar en casa y espiaban desde las ventanas no vieran que el tío iba incompleto. Se los veía muy aliviados por poder terminar al fin con su trabajo y abandonar la casa.

Lo de la cortada de la mano nos lo perdimos porque la abuela nos llamó a tomar la leche en la cocina justo en ese momento. Fue una burda maniobra de distracción, y lo sabíamos, pero como también sabíamos que para sacarnos de en medio iba a ser capaz de darnos lo que pidiéramos, aprovechamos para conseguir doble ración de biscocho de yogur que de otro modo nunca hubiera consentido darnos.

Clarita, que seguía muda y con los ojos abiertos como dos huevos fritos, no se comió su parte, por lo que nos la jugamos a piedra papel o tijera entre los mellizos y yo. Yo gané con tijera. Y cuando Clarita vio mi gesto de cortar cortar cortar dibujado con el dedo mayor y el índice en el aire, se puso a llorar como una loca.

La abuela nos echó la culpa a nosotros tres porque como todos los hombres, tenemos la sensibilidad de una lagartija, ha dicho. Lo mismo que mamá dice a veces cuando papá se queda dormido durante una de esas películas de llorar que tanto le gustan a ella.  

Después, mi madre nos reunió para decirnos que los niños no podíamos ir al tanatorio, que ese no era sitio para menores, y que nos teníamos que quedar con la abuela. 

Yo, por un lado me alegré, porque seguro que ese asunto del tanatorio iba a ser un rollo feroz. Y encima íbamos a tener que estar callados, sin sorbernos los mocos y sin tentarnos de risa cuando los mellizos pusieran en práctica su repertorio completo de caras de bobo que reservan para ocasiones como estas.

Para que no nos impresionara mucho colocaron una corona de flores muy coqueta sobre el pedazo del tío Ricardo que nos quedó para los niños.

Allí estuvimos, toda la noche, velando la mano. No porque echáramos de menos al tío, sino porque no había quien se fuera a dormir a una habitación solo con el miedo que dan las cosas de muertos.

Y la abuela que insistía en que cada cual a su cuarto. Que nada de andar de cama en cama jugando batallas de almohadas. Que el tío se merecía un respeto. Así que ahí nos quedamos todos en la sala, con los pijamas, las pantuflas y las mantitas del sofá colocadas a modo de capas sobre los hombros y mirando de vez en cuando la mano, que tampoco es que se moviera ni hiciera nada espectacular.

Ese fue mi primer velorio. Un velorio para niños.  Y yo, que ni siquiera quería mucho al tío. Y el tío que ni siquiera sabía tocar el piano.

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