por pcollazo | Jul 4, 2023 | Cuentos enredados, Premiados
La
frontera apareció en el salón de casa un jueves a la vuelta del colegio. ¿Y
esto que es?, preguntó mi madre cuando vio la montañita de unos diez
centímetros de alto atravesando la tarima nueva. Fue a por la escoba, pero por
más que barría, en cuanto acercaba el recogedor la montañita volvía a su sitio
y no había forma de quitarla.
Como
mi mamá siempre tiene mucha prisa, al final renunció a deshacerse de ella al
menos hasta el día de limpieza general que en casa es el sábado.
Por
eso los niños la adoptamos. Adoptar una frontera es bastante divertido. Por
ejemplo, tú puedes montar tu pista de fórmula uno del lado del mueble modular,
mientras que tu hermana monta su peluquería del lado del sofá. Es que el sofá
le viene bien como sala de esperas para sus clientas y los estantes bajos del
mueble te vienen bien a ti para montar los boxes. Todo arreglado. Además, la
frontera es muy fácil de pasar por encima. Basta con levantar un pie o dar un
saltito pequeño. Por eso, si te aburres de reparar coches y probarlos en la
pista, puedes ir a atender a la Señora Osa a quien tu hermana le está haciendo
un peinado moderno, mientras ella va a tu lado de la frontera a hacer alguna
prueba de motor.
Hasta
que no llegó la hora de la cena, mamá no volvió a acordarse de la frontera.
Pero cuando nos vino a decir que había que recoger para poner la mesa puso su
cara de “¿qué está pasando aquí?” y es que la frontera (supongo que a fuerza de
alimentarla con nuestros juegos) estaba bastante más alta. Aunque ni siquiera
nos llegaba a las rodillas. Mientras recogíamos, mamá fue otra vez a por la
escoba con igual resultado. La frontera se rearmaba en cuanto la barría.
Mamá
lo dejó porque papá estaba llamando a su teléfono. Así que se fue a la cocina y
luego, con cara de pocos amigos (así llama ella a la cara que se te queda por
ejemplo después de pelearte con tu hermana), dijo que cenaríamos nosotros
porque papá iba a llegar tarde.
Mi
hermana Elisa protestó porque a ella le gustan más los cuentos para dormir de
papá que los de mamá. Y yo le hice mi señal de dedo cruzado sobre la boca para
indicarle que se quedara calladita, porque (como dice mi abuela) “el horno no
estaba para bollos”.
Cenamos.
Para ir a ponernos el pijama ya tuvimos que cruzar la frontera levantando
bastante la pierna, nos llegaba más arriba de la rodilla.
Mamá
nos contó un cuento corto y triste, como hace siempre que está enfadada. Elisa
le pidió que no nos apagara la luz, como hace siempre que presiente que será
una noche de pesadillas.
Y
lo fue. Entre sueños escuché la voz de papá demasiado alta para ser de
madrugada y la de mamá diciendo “No sé si podré perdonarte algo así”. Me dormí
y soñé con que mamá dejaba de perdonarme cada vez que metía la pata. Cada vez
que contestaba mal o que me olvidaba de que tenía tarea, o cuando me encaprichaba
con que me comprara más chocolate en el super. Como mamá ya no me perdonaba mis
errores, ya había dejado de quererme. Eso me ponía muy triste.
Por
la mañana fue papá quien nos preparó el desayuno y dijo que mamá se había
tenido que ir pronto al trabajo. ¿Vosotros sabéis que es esto que vuestra madre
ha montado en el salón?, preguntó señalando sorprendido la frontera. A los
niños ya nos costaba cruzarla para ir a recoger las mochilas. Elisa le aseguró
que mamá no la había puesto allí, que había aparecido sola, pero papá la miró
sin creerle.
No
podíamos ponernos a discutir quién decía la verdad porque íbamos a llegar tarde
al cole, así que salimos corriendo.
Cuando
papá nos vino a recoger, supimos que algo raro pasaba. ¿No tenías que
trabajar?, le pregunté. Hoy, no, respondió cuando estábamos entrando en casa.
Nos quedamos de piedra cuando vimos la frontera, ya nos llegaba al mentón.
Entramos al salón y del otro lado de la montaña estaba mamá sentada en el sofá.
Papá nos tuvo que alzar por encima del montículo para que fuéramos a saludarla.
Mamá dijo que le dolía la cabeza y que se quedaría de ese lado de la frontera.
Que nos fuéramos al otro lado con papá y no hiciéramos demasiado ruido. Papá
volvió a auparnos para su lado y nos preparó la merienda.
La
frontera no solo había crecido en altura sino también en longitud. Ahora
atravesaba todo el pasillo dejando la cocina de un lado, nuestro cuarto del
otro y adentrándose en la habitación de mamá y papá. Como una serpiente
indomable se arrastraba por el suelo y al llegar a los pies de la cama subía
por encima del edredón dividiéndola en dos. Como también dividía en dos, y prácticamente
ocultaba, la foto que mamá y papá tenían sobre la cabecera. Era de su luna de
miel en Marbella, el atardecer en la playa estaba partido y el punto en que se
unían sus manos, oculto, por lo que solo se veía la mitad derecha de mamá y la
izquierda de papá. Playa aquí y allá, y del sol en el horizonte, ni la luz.
Estaba
claro que papá había intentado interrumpirle el paso a la frontera poniéndole
por delante sillas, libros, un ventilador de pie y la bicicleta estática. Pero
no había caso, pasaba por encima y dividía en dos cualquier cosa que se le
pusiera delante.
A
medida que pasaban las semanas, el crecimiento de nuestra frontera se
estabilizó, pero fue haciéndose más consistente. Los primeros días podíamos
cavar túneles y atravesarla sin esfuerzo, pero cada vez costaba más hacerlo.
Papá
había ideado un sistema de poleas con el que nos subía y nos bajaba del otro
lado porque ya tenía la cintura dolorida de tanto alzarnos. Mamá seguía
recluida de su lado y solo cruzaba la frontera subiéndose a una silla cuando
papá no estaba del suyo.
Toda
la casa se había vuelto oscura y triste ya que la luz de las ventanas quedaba
oculta en gran parte por la frontera y aún del lado en que le daba el sol
empezó a crecer musgo en su ladera. Todos sabíamos que era por todo lo que mamá
lloraba en silencio simulando que tenía resfríos monstruosos, alergias varias o
basurillas en los ojos.
Como
papá y mamá dormían separados por la frontera, ponían el despertador a
distintas horas y nos llamaban para ir al cole dos veces al día, o ninguna. Se
olvidaban de venir a recogernos o venían los dos y hacían como si no se vieran.
Elisa
estaba muy triste porque a las niñas las ponen tristes las fronteras. Eso me
dijo mamá un día que estábamos de su lado.
A
los chicos, en cambio, nos enfadan las fronteras. Eso nos dijo papá un día que
estábamos del suyo.
Así,
tristes y enfadados pasamos no sé cuánto tiempo. A veces papá asomaba la cabeza
por encima de la montaña y le decía a mamá que ya era hora de dejarse de
tonterías. Ella ni lo miraba y seguía viendo la tele.
Cuando
Elisa se pone triste hace locuras. En casa, eso lo sabemos todos. Por eso no me
sorprendió que una noche, en pijama y descalza, se subiera a la mesa alta, de
allí al respaldo de una silla y en dudoso equilibrio se erigiera como una
alpinista experta en la misma cima del pico más alto de la frontera.
Cuando
papá y mamá la vieron, uno de cada lado, le gritaron que se quedara quieta, que
ya iban a rescatarla, que podía caer y hacerse daño.
Pero
ella, ni caso. Se puso a la pata coja y desplegó la comba que tenía escondida
debajo del pijama.
—¡No!
—gritaron a dúo mamá y papá y por primera vez en meses hicieron algo juntos.
Elisa
siguió a lo suyo por lo que se abalanzaron sobre ella. Cada uno cogió una de
sus manos. Elisa sonrió y se quedó quietecita quietecita, como si estuviera
jugando a la mancha venenosa. Entonces, con los ojos a la altura de los
conejitos del pijama de Elisa, mamá y papá se miraron.
—Bájate,
cariño —pronunciaron a la vez. Y sonrieron.
Elisa
se mantuvo firme. No parecía dispuesta a bajar. Movió ambas manos juntando los
extremos de la comba y al hacerlo acercó los dedos de papá y mamá que se
rozaron. Se produjo una casi imperceptible chispa y la altura de la frontera
bajó considerablemente en el punto en que Elisa estaba de pie. Otro roce de
manos, otros veinte centímetros menos. Así hasta que ya no había altura
suficiente como para que Elisa corriera peligro alguno de caerse. Pero aun así
papá y mamá mantenían apretadas sus manos.
Aquella
noche Elisa y yo cenamos sentados sobre el desnivel de la frontera a
horcajadas. Como si nuestra montaña fuera un enorme dragón al que estábamos a
punto de domar. Papá y mamá, cada uno de su lado, pero juntos.
Llevó
varios meses conseguir que toda la frontera se debilitara y se dejara aspirar y
atravesar por el robot de limpieza. La que más costó que se quitase fue la zona
sobre la cama de mamá y papá. Pero una mañana de domingo corrimos a
despertarlos como siempre, Elisa de un lado de la frontera y yo del otro y no
pudimos creer lo que veíamos. Papá y mamá dormían abrazados en medio de la
cama. Y de nuestra caprichosa frontera, ni rastro.
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por pcollazo | Abr 10, 2023 | Cuentos enredados, Premiados
Empezábamos
en septiembre. Llevábamos las capas al tinte, lustrábamos las coronas,
cepillábamos los camellos y zurcíamos a conciencia los sacos de transporte. A
mediados de noviembre empezábamos a recibir cartas e íbamos adelantando
trabajo. Por experiencia sabíamos que después había muchas de última hora, que
llegaban el mismísimo cinco. Eran unas semanas de vorágine, de no dormir más de
un par de horas seguidas, de quebraderos de cabeza para conseguir deseos
complicados con un presupuesto que había que estirar y repartir entre muchos.
Doblábamos
prendas que seguramente tendrían que ser descambiadas, armábamos paquetes
imposibles, escribíamos los nombres de los destinatarios e íbamos tachando los
terminados de la larga lista general. Eso siempre que en nuestra lista de
comportamientos anuales el receptor mereciera recibir regalo. De lo contrario
siempre teníamos a mano los pequeños sacos de carbón, que en realidad muy pocas
veces entregábamos, porque en general los interesados se redimían a último
momento y había que envolver de prisa y corriendo su regalo.
Después
de revisar y registrar cada pedido, pensábamos regalos adecuados para aquellos
que no nos habían hecho llegar el suyo. Eso era complicado, pero nos gustaba
mucho analizar costumbres, gustos y aficiones para encontrar lo mejor en cada
caso.
Alimentábamos
equilibradamente a nuestras monturas y entrenábamos a diario largas caminatas y
levantamiento de elevados pesos.
Planificábamos
recorridos, rutas rápidas, estudiábamos atajos, accidentes geográficos y
previsiones meteorológicas.
Los
últimos días nos poníamos a dieta. Sabíamos que después nos atiborraríamos de
turrón, roscón, galletas, polvorones y todo lo que hubiera sobrado de las
celebraciones navideñas. No podíamos defraudar a nadie y en cada casa había que
hacer los honores y comer, aunque fuera un poco.
A
pesar de que parecía que nunca lo haría, el gran día siempre llegaba. Nos
vestíamos con esmero, nos cobijábamos en nuestras capas y montados en los
camellos seguíamos la estrella arrastrando los sacos cargados de regalos.
Procurábamos
pasar desapercibidos y dejar los paquetes sobre los zapatos mientras todos
dormían, pero siempre había algún niño que nos veía desde un par de ojos
restregados a causa del sueño y la incredulidad. Y la ilusión de aquellas
caritas hacía que todo el esfuerzo valiera la pena.
Por
eso, desde que nos dijeron la verdad, echamos tanto de menos todo aquello.
Alguna vez teníamos que saberla, sí. Es ley de vida. Pero no por eso es menos
decepcionante. De un día para otro, un hermano mayor o un amiguete que nos saca
unos años y que ya tiene bisnietos, nos lo deja caer.
Al
principio no lo crees. ¿Qué los niños son los hijos? ¿Qué todas esas caritas
ilusionadas que nos esperaban cada año no existen? ¡Anda ya! Al principio no te
lo crees ¿Cómo va a ser verdad que no eres rey y menos que menos mago si
durante tantos años has estado comportándote como tal? ¡Pero si hasta en las
noticias aparecían las novedades sobre nuestros preparativos y nuestro viaje!
¡Si en cada ciudad nos recibían con grandes cabalgatas y emoción!
Que
no, te dicen. Es que los niños han querido mantenerte la ilusión. Porque no hay
nada más bonito que la inocente ilusión de un padre entregado.
Y
te quedas de piedra, y lloras un poquito procurando que no se note. Y te
preguntas qué harás el próximo 5 de enero por la noche, cuando ya no tengas que
andar de puntillas porque ya sabes que todo el mundo dejará de simular que eres
un verdadero rey.
Lustras
tu corona, llamas a tus hijos y les explicas cómo sacar mejor partido de un
presupuesto limitado, cómo alimentar correctamente a los camellos, cómo
organizar las cartas por zona geográfica y mantener el inventario de regalos
siempre actualizado. Cómo identificar el regalo perfecto para los que no envían
carta, y por último pones a su nombre el apartado de correos al que te ha
llegado la correspondencia durante toda la vida. Les entregas la corona y haciéndoles
todo tipo de recomendaciones, les dices que tienes un secreto muy importante
que contarles y les haces creer que ellos son los reyes. Te da un poco de pena
mentirles, pero la ilusión con que palpan tu capa de terciopelo y acarician los
camellos hace que sientas que estás haciendo lo correcto.
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por pcollazo | Mar 15, 2023 | Cuentos enredados, Premiados
Apareciste al escoger continuar por la página 5 y me enamoraste con solo leer tus ojos almendrados. Al final de la 8 tomé la siguiente decisión (perseguir tu elegante figura de presunta Mata Hari en lugar de ir tras los tres individuos de acento ruso) y nos casamos al principio de la 15. Terminando ese capítulo habían nacido nuestros dos hijos. Unas cuantas páginas después, un poco aburrido de tantas descripciones sin acción, te fui infiel. Crisis que superamos al elegir correctamente pasar página y empezar de cero en la 54. Pero hartos de compartir cama y lectura, en la siguiente bifurcación nos separamos. Yo a la 89, tú tras tu sueño de Hollywood. Entonces todo se descalabró y me di cuenta de que quisiera seguir leyéndote toda la vida.
Busco desesperado el desvío que me lleve otra vez a ti. Pero me temo que tú ya te has cambiado de libro.
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por pcollazo | Mar 7, 2023 | Cuentos enredados, Premiados
Va
por la vida dejando caer migajas de pan. Un rastro nítido que siguen los
aprovechados de siempre para ofrecerle miles de productos. Colchones
viscoelásticos si busca “cómo sobrellevar el insomnio”, hoteles con encanto si consulta
“cómo reconquistar a tu pareja”, bridas de primera calidad, si en la barra de
Google teclea “cómo retenerla” y hasta conjuros de amor infalibles, si como
hoy, escribe en un intento desesperado “¿qué hago si todo lo demás ha
fallado?”.
Pero, cierto es que se ha cuidado muy bien de buscar información sobre venenos, armas letales, asfixias provocadas o sobredosis. Por eso no entiende cómo tiene en su salón a un tal Sherllock acompañado de un ridículo medicucho haciéndole miles de preguntas acerca de un asesinato que ni siquiera ha empezado a planear, cuya víctima, vivita y coleando, canturrea en la cocina mientras charla con su amante por WhatsApp como todas las noches.
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por pcollazo | Mar 7, 2023 | Cuentos enredados, Premiados
Desde que supe que habías muerto, no he dejado de pensar en ti.
Hoy te he visto en El Capricho mientras mis hijos correteaban por el jardín. Tenías doce, como cuando vinimos con el cole. Me cogiste la mano para llevarme bajo el arco donde nos dimos el primer beso. Yo, una señora de casi cuarenta, enredando su lengua con la de un niño y riendo a escondidas.
Entonces el pelo se me engancha en los ladrillos y me duele tener que regresar. Los niños me llaman preocupados, pero veo en tus ojos que ya nunca podré salir de aquí.
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por pcollazo | Nov 2, 2022 | Cuentos enredados, Premiados
Al tío Ricardo
hubo que enterrarlo sin su mano derecha. Por más que los de la funeraria lo
intentaron e intentaron, no pudieron desprenderla de su piano.
Primero lo
hablaron con la familia. Bueno, eso me han contado, porque yo no estaba
presente. A los niños no se nos permite estar presentes en cosas tan serias
como la muerte del tío Ricardo. Y por más que seamos tan familia del tío como
los adultos, da igual. En estas cosas los niños ni pinchan ni cortan, dice mi
abuela. Y a ver quién es el valiente que se atreve a contradecirla
El caso es que
los de la funeraria plantearon el problema, pero nadie se ofrecía para ayudarlos,
que seis brazos tiran más que cuatro, digo yo. Pero nada. Como si les diera
miedo el pobre tío, que estaba más callado que nunca. Hasta que mi padre dijo
que él lo intentaría. Si mi padre dijo eso es porque mi madre lo miró con su
cara de “Arturo, haz algo ya” y no tuvo más remedio. Esto lo puedo asegurar
aunque yo no estuviera allí, sin temor a equivocarme. Mi padre nunca hace nada
hasta que mi madre lo mira con su cara de “Haz algo ya”. Especialmente si se
trata de ir a limpiar a mi hermana pequeña cuando va al baño y llama gritando
“Ya está”. Mi padre parece sordo, y mi madre termina saliendo de la cocina con
la cuchara de madera en una mano, el trapo de secar los platos en la otra y su
mirada de “Haz algo ya” dibujada bien nítida en sus ojos. Hasta ese momento, no
hay quien levante a papá del sofá.
Pues a pesar de
la ayuda que terminó prestando mi padre, seis brazos tampoco pudieron
desprender al tío Ricardo de su piano.
Los de la
funeraria dijeron algo así como rigor mortis (que esto sí lo escuché cuando
salieron al pasillo sudando a mares), aunque si se ponen a hablar en otro
idioma, quién puede entender nada. También escuché cuando llamaron a los
bomberos.
Yo me preguntaba
para qué los llamaban si no se estaba incendiando nada. Ni siquiera olía a
quemado. Sólo a la colonia que mi abuela había estado echando por el aire desde
que el tío había muerto. Como si el hombre pudiera oler algo a esas alturas.
Supongo que lo hacía para engañarlo y que creyera que estaba rodeado de muchas
flores. Porque a los muertos se les regala flores aunque nadie sabe para qué
las querrán. Pero al tío nadie le había regalado ni una sola aún. Y eso que
llevaba ahí sobre el piano no sé cuantas horas.
Yo sé todo esto de
las flores porque lo vi en la novela de las cinco, la que la abuela mira
mientras hacemos la tarea. En esa novela, cada dos por tres se muere alguien. Y
ahí están, todos de negro, alrededor del muerto que está rodeado de flores y se
queda quietecito quietecito.
Yo le pregunto a
mi abuela si está muerto de verdad. Y me dice que no, que es un actor. Que
seguramente lo han sacado de la novela porque ha pedido aumento de sueldo. Y
que solo se está haciendo el muerto. Pero hay que ver lo bien que lo hace. Y lo
bien que lloran los demás. Tal vez no sepan que es un actor y no está muerto de
verdad, porque si no es increíble que sepan llorar tan bien. Ni mi hermana Clara
lo hace con tanto empeño cuando mi madre amenaza con dejarla sin postre. Y eso
que mi madre dice que Clarita es toda una actriz.
Cuando llegaron
los bomberos, en la confusión, entre los vecinos que entraron a ver qué pasaba,
mis hermanos y yo conseguimos colarnos en el cuarto donde estaba el muerto.
La verdad es que
mucha impresión no da, sí un poco de desmayo, pero no del todo. Más que nada a
Clarita, que como es muy actriz, vomitó toda la comida en el macetero del
balcón, aunque nadie se dio cuenta, porque estaban todos muy ocupados opinando
acerca de cómo había que proceder.
Ahí estuvieron
los bomberos, con lo forzudos que eran, y con esos cascos (como si el muerto
fuera a darles con un palo en la cabeza) tirando y tirando. Maniobrando con el
piano y el cuerpo del tío, pero nada. El tío se negaba a desprenderse. O al
menos eso me pareció a mí.
Nuevas
deliberaciones entre los familiares más allegados, los bomberos y los de la
funeraria mientras los niños jugábamos al escondite entre unos y otros. Porque
hay que ver cómo se aburre uno sin nada que hacer mientras espera que los
adultos piensen en sus complicadas cosas de adultos.
Al final no quedó
más remedio que velar al tío por partes. Los bomberos le cortaron la mano y los
de la funeraria se llevaron el resto del tío en una camilla tapado de pies a
cabeza hacia el tanatorio. No sé si lo tapaban por eso de que los muertos se
ponen fríos, o para que los vecinos cotillas que no habían podido entrar en
casa y espiaban desde las ventanas no vieran que el tío iba incompleto. Se los
veía muy aliviados por poder terminar al fin con su trabajo y abandonar la
casa.
Lo de la cortada
de la mano nos lo perdimos porque la abuela nos llamó a tomar la leche en la
cocina justo en ese momento. Fue una burda maniobra de distracción, y lo
sabíamos, pero como también sabíamos que para sacarnos de en medio iba a ser
capaz de darnos lo que pidiéramos, aprovechamos para conseguir doble ración de
biscocho de yogur que de otro modo nunca hubiera consentido darnos.
Clarita, que seguía
muda y con los ojos abiertos como dos huevos fritos, no se comió su parte, por
lo que nos la jugamos a piedra papel o tijera entre los mellizos y yo. Yo gané
con tijera. Y cuando Clarita vio mi gesto de cortar cortar cortar dibujado con
el dedo mayor y el índice en el aire, se puso a llorar como una loca.
La abuela nos
echó la culpa a nosotros tres porque como todos los hombres, tenemos la
sensibilidad de una lagartija, ha dicho. Lo mismo que mamá dice a veces cuando
papá se queda dormido durante una de esas películas de llorar que tanto le
gustan a ella.
Después, mi madre
nos reunió para decirnos que los niños no podíamos ir al tanatorio, que ese no
era sitio para menores, y que nos teníamos que quedar con la abuela.
Yo, por un lado
me alegré, porque seguro que ese asunto del tanatorio iba a ser un rollo feroz.
Y encima íbamos a tener que estar callados, sin sorbernos los mocos y sin
tentarnos de risa cuando los mellizos pusieran en práctica su repertorio
completo de caras de bobo que reservan para ocasiones como estas.
Para que no nos
impresionara mucho colocaron una corona de flores muy coqueta sobre el pedazo
del tío Ricardo que nos quedó para los niños.
Allí estuvimos,
toda la noche, velando la mano. No porque echáramos de menos al tío, sino porque
no había quien se fuera a dormir a una habitación solo con el miedo que dan las
cosas de muertos.
Y la abuela que
insistía en que cada cual a su cuarto. Que nada de andar de cama en cama
jugando batallas de almohadas. Que el tío se merecía un respeto. Así que ahí
nos quedamos todos en la sala, con los pijamas, las pantuflas y las mantitas
del sofá colocadas a modo de capas sobre los hombros y mirando de vez en cuando
la mano, que tampoco es que se moviera ni hiciera nada espectacular.
Ese fue mi primer
velorio. Un velorio para niños. Y yo,
que ni siquiera quería mucho al tío. Y el tío que ni siquiera sabía tocar el
piano.
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