por pcollazo | Mar 15, 2023 | Cuentos enredados, Premiados
Apareciste al escoger continuar por la página 5 y me enamoraste con solo leer tus ojos almendrados. Al final de la 8 tomé la siguiente decisión (perseguir tu elegante figura de presunta Mata Hari en lugar de ir tras los tres individuos de acento ruso) y nos casamos al principio de la 15. Terminando ese capítulo habían nacido nuestros dos hijos. Unas cuantas páginas después, un poco aburrido de tantas descripciones sin acción, te fui infiel. Crisis que superamos al elegir correctamente pasar página y empezar de cero en la 54. Pero hartos de compartir cama y lectura, en la siguiente bifurcación nos separamos. Yo a la 89, tú tras tu sueño de Hollywood. Entonces todo se descalabró y me di cuenta de que quisiera seguir leyéndote toda la vida.
Busco desesperado el desvío que me lleve otra vez a ti. Pero me temo que tú ya te has cambiado de libro.
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por pcollazo | Mar 7, 2023 | Cuentos enredados, Premiados
Va
por la vida dejando caer migajas de pan. Un rastro nítido que siguen los
aprovechados de siempre para ofrecerle miles de productos. Colchones
viscoelásticos si busca “cómo sobrellevar el insomnio”, hoteles con encanto si consulta
“cómo reconquistar a tu pareja”, bridas de primera calidad, si en la barra de
Google teclea “cómo retenerla” y hasta conjuros de amor infalibles, si como
hoy, escribe en un intento desesperado “¿qué hago si todo lo demás ha
fallado?”.
Pero, cierto es que se ha cuidado muy bien de buscar información sobre venenos, armas letales, asfixias provocadas o sobredosis. Por eso no entiende cómo tiene en su salón a un tal Sherllock acompañado de un ridículo medicucho haciéndole miles de preguntas acerca de un asesinato que ni siquiera ha empezado a planear, cuya víctima, vivita y coleando, canturrea en la cocina mientras charla con su amante por WhatsApp como todas las noches.
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por pcollazo | Mar 7, 2023 | Cuentos enredados, Premiados
Desde que supe que habías muerto, no he dejado de pensar en ti.
Hoy te he visto en El Capricho mientras mis hijos correteaban por el jardín. Tenías doce, como cuando vinimos con el cole. Me cogiste la mano para llevarme bajo el arco donde nos dimos el primer beso. Yo, una señora de casi cuarenta, enredando su lengua con la de un niño y riendo a escondidas.
Entonces el pelo se me engancha en los ladrillos y me duele tener que regresar. Los niños me llaman preocupados, pero veo en tus ojos que ya nunca podré salir de aquí.
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por pcollazo | Nov 2, 2022 | Cuentos enredados, Premiados
Al tío Ricardo
hubo que enterrarlo sin su mano derecha. Por más que los de la funeraria lo
intentaron e intentaron, no pudieron desprenderla de su piano.
Primero lo
hablaron con la familia. Bueno, eso me han contado, porque yo no estaba
presente. A los niños no se nos permite estar presentes en cosas tan serias
como la muerte del tío Ricardo. Y por más que seamos tan familia del tío como
los adultos, da igual. En estas cosas los niños ni pinchan ni cortan, dice mi
abuela. Y a ver quién es el valiente que se atreve a contradecirla
El caso es que
los de la funeraria plantearon el problema, pero nadie se ofrecía para ayudarlos,
que seis brazos tiran más que cuatro, digo yo. Pero nada. Como si les diera
miedo el pobre tío, que estaba más callado que nunca. Hasta que mi padre dijo
que él lo intentaría. Si mi padre dijo eso es porque mi madre lo miró con su
cara de “Arturo, haz algo ya” y no tuvo más remedio. Esto lo puedo asegurar
aunque yo no estuviera allí, sin temor a equivocarme. Mi padre nunca hace nada
hasta que mi madre lo mira con su cara de “Haz algo ya”. Especialmente si se
trata de ir a limpiar a mi hermana pequeña cuando va al baño y llama gritando
“Ya está”. Mi padre parece sordo, y mi madre termina saliendo de la cocina con
la cuchara de madera en una mano, el trapo de secar los platos en la otra y su
mirada de “Haz algo ya” dibujada bien nítida en sus ojos. Hasta ese momento, no
hay quien levante a papá del sofá.
Pues a pesar de
la ayuda que terminó prestando mi padre, seis brazos tampoco pudieron
desprender al tío Ricardo de su piano.
Los de la
funeraria dijeron algo así como rigor mortis (que esto sí lo escuché cuando
salieron al pasillo sudando a mares), aunque si se ponen a hablar en otro
idioma, quién puede entender nada. También escuché cuando llamaron a los
bomberos.
Yo me preguntaba
para qué los llamaban si no se estaba incendiando nada. Ni siquiera olía a
quemado. Sólo a la colonia que mi abuela había estado echando por el aire desde
que el tío había muerto. Como si el hombre pudiera oler algo a esas alturas.
Supongo que lo hacía para engañarlo y que creyera que estaba rodeado de muchas
flores. Porque a los muertos se les regala flores aunque nadie sabe para qué
las querrán. Pero al tío nadie le había regalado ni una sola aún. Y eso que
llevaba ahí sobre el piano no sé cuantas horas.
Yo sé todo esto de
las flores porque lo vi en la novela de las cinco, la que la abuela mira
mientras hacemos la tarea. En esa novela, cada dos por tres se muere alguien. Y
ahí están, todos de negro, alrededor del muerto que está rodeado de flores y se
queda quietecito quietecito.
Yo le pregunto a
mi abuela si está muerto de verdad. Y me dice que no, que es un actor. Que
seguramente lo han sacado de la novela porque ha pedido aumento de sueldo. Y
que solo se está haciendo el muerto. Pero hay que ver lo bien que lo hace. Y lo
bien que lloran los demás. Tal vez no sepan que es un actor y no está muerto de
verdad, porque si no es increíble que sepan llorar tan bien. Ni mi hermana Clara
lo hace con tanto empeño cuando mi madre amenaza con dejarla sin postre. Y eso
que mi madre dice que Clarita es toda una actriz.
Cuando llegaron
los bomberos, en la confusión, entre los vecinos que entraron a ver qué pasaba,
mis hermanos y yo conseguimos colarnos en el cuarto donde estaba el muerto.
La verdad es que
mucha impresión no da, sí un poco de desmayo, pero no del todo. Más que nada a
Clarita, que como es muy actriz, vomitó toda la comida en el macetero del
balcón, aunque nadie se dio cuenta, porque estaban todos muy ocupados opinando
acerca de cómo había que proceder.
Ahí estuvieron
los bomberos, con lo forzudos que eran, y con esos cascos (como si el muerto
fuera a darles con un palo en la cabeza) tirando y tirando. Maniobrando con el
piano y el cuerpo del tío, pero nada. El tío se negaba a desprenderse. O al
menos eso me pareció a mí.
Nuevas
deliberaciones entre los familiares más allegados, los bomberos y los de la
funeraria mientras los niños jugábamos al escondite entre unos y otros. Porque
hay que ver cómo se aburre uno sin nada que hacer mientras espera que los
adultos piensen en sus complicadas cosas de adultos.
Al final no quedó
más remedio que velar al tío por partes. Los bomberos le cortaron la mano y los
de la funeraria se llevaron el resto del tío en una camilla tapado de pies a
cabeza hacia el tanatorio. No sé si lo tapaban por eso de que los muertos se
ponen fríos, o para que los vecinos cotillas que no habían podido entrar en
casa y espiaban desde las ventanas no vieran que el tío iba incompleto. Se los
veía muy aliviados por poder terminar al fin con su trabajo y abandonar la
casa.
Lo de la cortada
de la mano nos lo perdimos porque la abuela nos llamó a tomar la leche en la
cocina justo en ese momento. Fue una burda maniobra de distracción, y lo
sabíamos, pero como también sabíamos que para sacarnos de en medio iba a ser
capaz de darnos lo que pidiéramos, aprovechamos para conseguir doble ración de
biscocho de yogur que de otro modo nunca hubiera consentido darnos.
Clarita, que seguía
muda y con los ojos abiertos como dos huevos fritos, no se comió su parte, por
lo que nos la jugamos a piedra papel o tijera entre los mellizos y yo. Yo gané
con tijera. Y cuando Clarita vio mi gesto de cortar cortar cortar dibujado con
el dedo mayor y el índice en el aire, se puso a llorar como una loca.
La abuela nos
echó la culpa a nosotros tres porque como todos los hombres, tenemos la
sensibilidad de una lagartija, ha dicho. Lo mismo que mamá dice a veces cuando
papá se queda dormido durante una de esas películas de llorar que tanto le
gustan a ella.
Después, mi madre
nos reunió para decirnos que los niños no podíamos ir al tanatorio, que ese no
era sitio para menores, y que nos teníamos que quedar con la abuela.
Yo, por un lado
me alegré, porque seguro que ese asunto del tanatorio iba a ser un rollo feroz.
Y encima íbamos a tener que estar callados, sin sorbernos los mocos y sin
tentarnos de risa cuando los mellizos pusieran en práctica su repertorio
completo de caras de bobo que reservan para ocasiones como estas.
Para que no nos
impresionara mucho colocaron una corona de flores muy coqueta sobre el pedazo
del tío Ricardo que nos quedó para los niños.
Allí estuvimos,
toda la noche, velando la mano. No porque echáramos de menos al tío, sino porque
no había quien se fuera a dormir a una habitación solo con el miedo que dan las
cosas de muertos.
Y la abuela que
insistía en que cada cual a su cuarto. Que nada de andar de cama en cama
jugando batallas de almohadas. Que el tío se merecía un respeto. Así que ahí
nos quedamos todos en la sala, con los pijamas, las pantuflas y las mantitas
del sofá colocadas a modo de capas sobre los hombros y mirando de vez en cuando
la mano, que tampoco es que se moviera ni hiciera nada espectacular.
Ese fue mi primer
velorio. Un velorio para niños. Y yo,
que ni siquiera quería mucho al tío. Y el tío que ni siquiera sabía tocar el
piano.
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por pcollazo | Jun 25, 2022 | Cuentos enredados, Premiados
Cuando a la tía Filomena se le dio por
morirse, a los niños nos mandaron a seguir viendo la tele. ¡Irnos a ver la tele
con lo interesante que estaba aquello!
A mi hermana Marita, no le dijimos que estaba
muerta, le hicimos creer que estaba dormida. Era la más pequeña y lloraba por
cualquier tontería. Y para poder permanecer en las inmediaciones de la cocina,
era necesario pasar inadvertidos.
Es que la tía murió mientras estaba haciendo
sus famosas croquetas. Cayó desparramada con la cuchara de madera en la mano,
dejando un reguero de bechamel alrededor. Nuestro gato Chispas lamió cada gota,
mientras los adultos intentaban reanimar a la tía. Inútil, estaba claro que
había muerto. De ninguna otra manera hubiera ella dejado de revolver.
La verdad es que un poco de miedito daba, pero
no tanto como para salir corriendo. Además, yo era el mayor y debía dar el
ejemplo. Que en este caso no sabía cuál era. ¿Qué hay que hacer cuando se muere
una tía? ¿Es correcto reírse de la cara de tu hermana que cuando se pone
nerviosa le da por inventar muecas graciosas? ¿Puede uno estornudar o bostezar,
o contar chistes? Pues qué se yo. Yo no tenía experiencia en tías muertas ni en
muertos en general. Quiero decir, muertos de verdad y no los de las películas,
que esos en lugar de cocinando bechamel, se mueren manchándose de kétchup la
camisa blanca para que parezca sangre de verdad. Pero no es cierto que se
mueran. Solo están actuando. Lo que yo no entiendo es que si están actuando por
qué no se mueren de verdad y luego resucitan cuando las cámaras ya no los
enfocan.
Mi padre comenzó a caminar de arriba abajo
tropezándose en cada recorrido con la banqueta alta. Mi madre y el tío Julio se
quedaron de rodillas junto al cuerpo redondo de la tía. Como esperando que se
sentara de pronto y dijera que todo había sido una broma. Pero no. La tía
estaba más pálida que la bechamel a medio hacer. Mi mamá le ponía dos dedos en
el cuello, como si con eso quisiera devolver las palabras a esa boca que había
quedado ligeramente ladeada hacia la derecha, como si estuviera a punto de
contar una de sus típicas anécdotas que ya nadie escuchaba por repetidas. Dejaba
los dedos un ratito ahí y luego repetía en un tono cada vez más bajo: “Nada, se
nos ha ido”.
Mi tío, en cambio, se llevaba las manos a la
cabeza y pronunciaba alternativamente dos frases: “¿Qué haremos ahora?” y
“Estamos perdidos”.
Seguro que la tía no había dejado escrita la
receta de sus croquetas, y siempre se empeñaba en poner su ingrediente secreto
sin que nadie la viera, por lo que nos habíamos quedado sin las mejores
croquetas del mundo mundial.
Pero después me di cuenta de que lo de las
croquetas no era todo el problema. Yo tenía edad suficiente como para saber que
a la tía se la podía querer. Un poco, sí. Como se quieren las cosas que siempre
están allí, pero tampoco como para sentirnos tan acongojados ante su ausencia. Y
lo de la receta perdida era una pena, claro. Pero tampoco era tan grave. Por
eso sabía que algo más había en esos gestos dramáticos con que mis padres y el
tío se lamentaban por su muerte.
Empecé a entenderlo, cuando con mucho esfuerzo
la sentaron en su silla y comenzaron a discutir no sé qué de una pensión. Yo la
única pensión que conocía, era la de Don Arturo, a la entrada del pueblo, donde
se alojaban los temporeros en la época de recogida. Pero parece ser que esa
pensión no era el problema. El problema estaba relacionado con el dinero. Ese
que escaseaba en casa desde que papá se había quedado sin trabajo, mamá solo
tenía dos casas martes y jueves, y el tío se había venido a vivir con nosotros
porque no tenía para pagar el alquiler.
Hablaban de cosas difíciles, de esas que
aburren mucho. Por eso los niños nos pusimos a jugar al escondite. Para pasar
el rato. Eso sí, al escondite silencioso. Porque si armábamos mucha bulla, fijo
que nos mandaban otra vez a ver la tele en el salón. Y yo quería quedarme cerca
de la cocina por si terminaban de hablar las cosas difíciles y pasaba algo más
divertido.
Decretamos prohibido esconderse en la cocina,
tampoco queríamos acercarnos tanto, que nunca habíamos visto un muerto de
cerca. Y por más tía Filomena que fuera,
no podíamos olvidarnos de que en el fondo era una muerta de verdad. De
esas de cajones y coronas de flores. Y pañuelos blancos estrujados.
Eso lo habíamos visto una vez en la novela de
las cinco, que la tía miraba siempre mientras nos preparaba la merienda. Bueno,
más de una vez. Porque en esa novela, cada dos por tres se moría alguno. Para
renovar el elenco, decía la tía. Pero fuera por lo que fuera, a mí me daba un
poco de impresión, la verdad. El muerto no respiraba ni nada. Y todos los demás
alrededor, vestidos de negro, llorando y llorando. La tía decía que no lloraban
en serio, que estaban actuando. Pero yo creo que sí que lloraban en serio. De
miedo, porque ahí nunca se sabía quién sería el próximo.
A los muertos se los lleva a un lugar donde
hay muchos muertos, para que no se sientan solos. Pero no se los ve. Nosotros
vamos de vez en cuando a visitar a la abuela. Aunque es muy aburrido, porque la
abuela ni aparece ni nada. Le dejamos unas flores en un cartel que tiene su
nombre, pero parece que mucho no le gustan, porque nunca viene a recibirnos, ni
da las gracias. Y encima, cuando vamos la siguiente vez, están todas marchitas
porque ni agua les habrá puesto. Supongo que estará muy ocupada haciendo sus
cosas de muerta. Y más aún lo va a estar si a la tía Filomena la llevan para
allí. Tan entretenidas estarán que menos todavía saldrán a recibirnos o a
agradecernos las flores.
En fin. Bastante maleducados son los muertos.
Para comprobarlo bastaba con espiar y ver a la
tía Filomena desparramada en su silla, porque ni siquiera estaba sentada como
dios manda. A ver si a nosotros nos iban a dejar estar sentados así a la mesa
cuando se estaban hablando cosas tan importantes.
Está bien que la pobre debía de estar cansada
de escuchar a mis padres y a mi tío hablar de esos asuntos complicados,
discutir, y hasta decir palabrotas. Que si no fuera porque los muertos parece
que no saben hablar, bien que no se los hubiera permitido. “Esa boquita, que
hay niños presentes”, les hubiera dicho. Y ellos se hubieran mirado avergonzados,
pero deseando seguir insultándose mutuamente que es una de sus actividades
preferidas.
No había nada que hacer. No se ponían de
acuerdo. Y mamá en medio de ambos tratando de que la cosa no pasara de castaño
oscuro. Eso del castaño oscuro es algo que solía decir la tía, pero que nadie
entendía.
Como nadie entendía que la pobre estuviera ahí
aguantando el tipo por no darles el disgusto de caerse de la silla.
Hipólito, el de la esquina, me dijo que cuando
su abuelo se murió, se puso duro como una tabla y que a los muertos se los
entierra, porque así duros, no se los puede plegar y guardar en un sitio que
evite que estén siempre en el medio.
Se los podría guardar en el altillo, o en el
galpón de las herramientas. Pero así, duros y sin doblar, no hay altillo ni
galpón en que puedan caber sin molestar cuando vas a buscar el maíz para las
gallinas o las tijeras de podar.
Por eso, urgía hacer algo con la tía. Porque
parece que otra desventaja de morirte es que al tiempo empiezas a oler fatal.
Como si no te ducharas durante meses. Hay que ver que los muertos no se pueden
duchar, que ni siquiera pueden abrir el grifo, y menos aún sostener la cortina
del baño para que no se salga toda el agua para afuera.
Al final decidieron que había que ir a buscar
al cura, que no había forma de entretener a la tía durante más tiempo sin que
se pusiera dura del todo.
Yo no sé bien para qué fueron a buscarlo,
porque hacer, no hizo nada. ¿Los curas no hacen milagros? Pues este, no. Ni la
resucitó, ni nada de nada.
La tía no opinaba, pero sus ojos fijos en la
cazuela humeante que nadie había quitado del fuego lo decían todo.
El cura dijo que había que cerrarle los ojos y
llevarla a un sitio en que pudiera reposar. Entonces se armó un pequeño
revuelo. Tenían que decidir si la ponían estirada en el sofá, o la llevaban a
su cama.
Mi hermana, que a esas alturas ya se había
enterado de que la tía no estaba dormida, y compartía habitación con ella, puso
el grito en el cielo. Que ella no quería tener a la muerta al lado.
—Será solo un rato —dijo mamá. Y el tío y
papá, que cargaban resoplando el cuerpo de la tía, enfilaron por el pasillo.
Pero mi hermana subió el listón y empezó a
llorar con ese llanto finito e insoportable que usa a veces. El tío y papá,
retrocediendo el pasillo para llevarla al salón.
—Pero ¿qué hacéis? —dijo mi madre —Ni caso a
la niña, que no podemos tener a la tía ahí a la vista de todos. El cura tiene
que darle el sacramento.
Berrido agudo de mi hermana. Dudas en el
pasillo. La tía empezó a resbalarse. El culo le tocaba en el suelo, y la falda
se le levantaba cada vez más.
Mientras, era el cura el que se llevaba las
manos a la cabeza.
—Señores, por favor. Un respeto por la
difunta.
En eso, empezó a salir un humo negro de la
cocina. Nadie había apagado el fuego de la bechamel. El tío largó los pies de
la tía Filomena y fue corriendo para intentar hacer algo, pero llegó tarde.
Desde entonces, los azulejos de la cocina, que eran blancos, están negros y el
techo parece un cielo de noche.
El cura dijo que se tenía que ir y que dejaran
el cuerpo en un sitio de una vez.
El tío se había quemado los dedos al intentar
sacar la cacerola de la hornalla, así que papá decidió arrastrarla solo hasta
el sofá.
El cura pronunció unas palabras que nadie
entendió y empezó a mojar a la tía con el agua de un frasquito. Menos mal que
estaba muerta, porque si hay algo que a la tía no le gustaba, era que la
salpicáramos cuando armábamos la piscina de lona en el fondo. Pero claro, eso
el cura no lo sabría. Y la tía, que ya estaría muerta de estar muerta, se lo
dejó pasar.
Pero lo que yo creo que nunca nos perdonó fue
que dejáramos que se quemara la bechamel.
A veces, por las noches, se la escucha
perfectamente trastear con las cacerolas en la cocina. Yo no creo en fantasmas,
por eso no se lo digo a mi mamá. Porque, además, parece que ese asunto de la
pensión era de verdad muy complicado. Todos en casa, tienen cara de
preocupados. Que las cosas de oro de la tía solo dan para un mes más de
alquiler, he escuchado que decían.
Y siguen discutiendo entre ellos, como cuando mi
primo el Benja y yo nos ponemos farrucos y no hay quien consiga que hagamos las
paces.
En el fondo no creo que nadie la eche tanto de
menos como yo. Que extraño mucho a la tía Filomena. Y, sobre todo, a sus
croquetas.
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por pcollazo | Dic 11, 2021 | Cuentos enredados, Premiados
He
vuelto a soñar que andabas. Cogidos de la mano recorríamos las calles de Praga
y nos metíamos en una cafetería. Tú pedías tu eterno capuchino y yo un expreso
solo. Se te antojaba una porción de ese espectacular pastel de chocolate que
tenían en la vitrina y yo lo pedía, aunque protestaras porque se salía de
nuestro presupuesto diario. Después, con los cuerpos más calientes salíamos a
caminar junto el río y cruzar el puente de Carlos riéndonos como niños y
deteniéndonos ante cada artista callejero.
Soñé
que podías entrelazar tus dedos con los míos, y apartarme el pelo de la cara
como te gustaba hacer después de cada beso robado en una esquina.
Soñé
que cogíamos el tranvía para llegar al hotel y yo te pasaba el brazo sobre los
hombros y tú apoyabas tu cabeza en el mío.
Soñé
que pasábamos la noche enredados y exhaustos. Que tus ojos me hablaban en ese
idioma que hace tanto que no practicamos. Que tú, con esas manos que ahora
descansan inmóviles a cada lado de tu cuerpo, trazabas una historia de deseo en
mi espalda. Escribías poemas en mi vientre, te derramabas luminosa sobre mí,
hasta fundirte sobre mi cuerpo y dejarte caer por la ladera del placer.
Soñé
que despertábamos cuando el sol de Praga se colaba entre las cortinas
descorridas y que tú me proponías guardar ese momento en el lugar de los
tesoros, de los días felices, de las fotografías no disparadas pero reveladas
para siempre en el alma.
Yo
no entendía entonces por qué decías esas cosas. Por qué querías guardar ese
momento para poder acudir a él más tarde, cuando nos hiciera falta.
Seguramente
tú tampoco supieras por qué lo hacías. O tal vez intuías lo que muchos años
después nos pondría enfrente la vida. Pero tenías la percepción de que en algún
momento necesitaríamos regresar a Praga y caminar junto al Moldava, como yo
hice anoche en sueños. Y por eso te agradezco que me instaras, que nos instaras
a conservar ese carrete de fotografías para poder repasarlas ahora. Creo, más
bien estoy seguro de que tú también acudes a ellas de vez en cuando, porque a
veces sorprendo el brillo dorado de aquel amanecer en tus ojos, y las aguas del
Moldava serpenteando en tus pupilas.
Ahora,
que tu voz se ha convertido en una sucesión disonante de sílabas pronunciadas
con gran esfuerzo, te digo buenos días mientras levanto la persiana y corro las
cortinas para que veas que ha empezado a amanecer.
Me
sigues con la mirada. Con esos ojos expresivos que son ahora casi tu única
forma de comunicación, y callas.
A
veces, cuando callas, temo que ya nunca puedas volver a hablar. Que el terrible
esfuerzo que haces para articular sílabas inconexas no alcance para hacerlas
salir de tu boca, y se acumulen allí, como las ganas de gritar, las palabras completas,
las canciones que canturreabas mientras te duchabas en aquel cuarto de hotel en
Praga en que te soñé anoche.
Pero
no, mientras te doy la espalda para preparar la medicación sobre la mesita que
he colocado en el cuarto, articulas las mismas sílabas con las que te has
despedido anoche antes de entrar en uno de tus cortos e inquietos sueños.
—FER-NAN-DO-YA-ES-HO-RA
Yo
hago como que no te escucho y me pregunto por qué ya no me llamas Amor, como
antes, cuando dos sílabas te costarían menos esfuerzo que las tres de mi
nombre. Me lo pregunto solo para poder enfadarme un poco contigo. Eso disuelve
apenas las orillas del dolor y me permite girarme para mirarte a los ojos y
asentir. Porque sé de qué hablas, aunque no quiera saberlo.
Hoy
es el día. Sospecho que hoy es el día. Te prometí que cumpliría lo acordado.
Que cuando llegara el momento me recordarías el trato diciéndome exactamente
esas palabras. Fernando ya es hora. Que lo harías tres veces, para asegurarnos
de que no pronunciarías la clave por error o descuido. Y para darte tiempo a
pensarlo con calma.
Sé
que el tiempo para pensar te sobra, ya que eso es lo único que puedes hacer sin
ayuda. Lo que eres capaz de hacer a la velocidad de siempre, o tal vez con más
agilidad, creo. Que el hecho de haber ido perdiendo movilidad, ha obligado a
tus pensamientos a fluir con mayor intensidad, y que la claridad que siempre
has tenido a la hora de expresarte se ha vuelto ahora hacia tu interior. Para
hacerte pensar con dolorosa clarividencia en todo lo que has perdido junto a lo
poco que tienes. Tienes una ventana a través de la cual ves pasar el día, un
reproductor en el que suena tu música clásica preferida casi todo el tiempo,
una docena de rosas rojas en el florero, un ambientador con olor a vainilla que
no llega a tapar el de los desinfectantes y medicamentos, una silla de ruedas
que ya casi no usas, un reloj que parece no avanzar, una pila de libros sobre
la mesilla, un ordenador apagado y mi presencia permanente. Mis sonrisas
condescendientes, mi gesto cansado, mi tozudez.
Me
acerco con el vaso y te pongo la pajita entre los labios resecos. Tal vez,
cuando la dosis de la mañana te surta efecto, y el dolor ceda un poco, cambies
de opinión, me digo. Pero sé que no será así.
—¿Llamo
a los chicos? ¿Quieres despedirte de ellos? —pregunto cuando ya no soporto tu
mirada expectante clavada en mí.
—SÍ-PE-RO-NO-LES-DDI-GAS-NA-DA
Sé
que me reprocharán por no hacerlo, pero te lo debo. Te debo que todo ocurra tal
cual lo has planeado. Ya que la vida te ha pagado exactamente con lo contrario,
al menos que este momento sea tal como tú quieres que sea.
Me
pregunto cómo será todo a partir de mañana cuando ya no sepa cómo querrías tú
que fuera. Pero prefiero no pensar en mañana. Centrarme en este hoy que te
debo. En este hoy en que te haré el regalo más importante de todos estos años.
Eso me dijiste cuando empezaste a planearlo todo. Que necesitabas de mí, un
último regalo, el más importante. Y que no podías pedírselo a nadie más. Y yo,
para convencerte de que el suicidio era una decisión demasiado precipitada, y
de que aún teníamos mucho por compartir, acepté. Prometí hacerte ese regalo
cuando llegara el momento. Lo acepté entonces sin convicción, por miedo, por
egoísmo. No quería perderte. Pero a lo largo de los más de cinco años que
transcurrieron desde entonces, supe que te merecías ese regalo que esperabas de
mí. Que te merecías tener el poder de decir basta, hasta aquí llegué.
Te
dejo descansando luego de la rutina de higiene diaria. Sé que te agota que te
levante los brazos, que te gire en la cama, incluso que te tironee del pelo intentando
peinarte. Sé que después de eso entras en un sueño ligero, como de bebé
afiebrado y tengo tiempo para organizar las cosas en la cocina, para poner una
lavadora con las sábanas que acabo de cambiarte, con la absurda idea de que el
roce de unas sábanas limpias tal vez te haga cambiar de opinión.
—Papá,
¡qué temprano! ¿Está bien mamá? —pregunta la niña al coger el teléfono.
—Esta
como siempre, cariño. Ya sabes…
—Sí
—contesta simplemente. Y me la imagino con los ojos cargados de lágrimas como cuando
viene a visitarte. Luchando por no derramarlas, como si fueran valiosas perlas
que tuviera que mantener escondidas.
—¿Vendrás
a verla hoy? —pregunto.
—Sí,
papá. Como todos los domingos
Cuelgo
pensando qué hará el próximo domingo cuando ya no pueda venir a verte. ¿Sentirá
alivio? Muchas veces la muerte es un alivio. Lo será para ti, que ya no tienes
fuerzas para seguir batallando, lo será para nuestra hija, que ya no tendrá que
contener sus lágrimas perlas, pero ¿lo será para mí? ¿no podrá más el remordimiento
que el alivio?
Al
niño le mando un Whatsapp. Le digo que lo esperamos esta tarde, que hace mucho
que no viene, que su madre pregunta por él y quiere verlo.
Ahora
que te has ido con la bandeja cargada de jeringuillas y pajitas de plástico, y
las sábanas apretadas bajo el brazo derecho, me quedo mirando mi trocito de
cielo. Mirarlo, cuando está así, recién encendido, parece aliviarme un poco el
dolor. O tal vez sea la medicación que me acabas de administrar.
He
visto en tus ojos la pena. Pero por suerte he visto también la resolución. No
había en ellos ni un resquicio de la duda que temí hallar. El dolor no se irá
con mi muerte, pero cambiará de color. Te permitirá ver la vida bajo otro
prisma. Volver a pensar en ti. Volver a preguntarte qué te apetece comer. A
encontrarte con los amigos que llevamos años sin ver, a salir a caminar por las
mañanas por el parque. A reacomodar la biblioteca y rescatar todos esos libros
que no leíste porque a mí no me interesaban, y tú solo leías para mí.
Leerme
en voz alta ha sido una de las cosas más bellas que has hecho por mí. Nadie lo
había hecho desde la infancia, cuando mi padre me acompañaba a la cama con un
libro lleno de dibujos.
Tú,
en cambio, me has leído sin mostrarme ni una sola imagen. Las has dibujado con
tu voz, con ese modo tan tuyo de meterte en la historia y regalarme la ilusión
momentánea de saberme allí contigo. Lejos de esta cama, lejos de la silla de
ruedas, a una distancia prudente del dolor. Una distancia que nos permitiera
mantenerlo a raya mientras transitábamos juntos cientos y cientos de páginas.
Has
sido un compañero extraordinario. Tan abiertamente generoso que eres capaz de
entregarme este regalo final sin miedo. Con firmeza. Con dolor, pero también
con amor, con un amor que no sabe de egoísmos. Espero, y ese es mi último deseo
al abandonar este mundo, que todo esto no te traiga consecuencias. Lo hemos
hablado hasta la saciedad. Hemos dejado muy claro en sucesivos videos que se
trata de mi decisión. Una decisión personal y libre. Que tú solo me estás dando
las manos que no tengo. Pero que no eres responsable. Ni responsable ni
cómplice. Eres, únicamente, un instrumento que necesito para poder llevar a
cabo mi voluntad. En esta sociedad democrática en que nos creemos libres de
elegirlo todo, desde nuestros gobernantes hasta nuestras preferencias sexuales,
hay algo que aún no podemos elegir. Una elección que debería ser la más
importante de la vida: cuándo y cómo morir.
Ojalá
llegue pronto eso que tanto esperamos. Yo y muchos otros. Pero yo ya no puedo
esperar más. Y tú lo sabes. Sabes que cada día me es más complicado expresarme,
pero que eso no acortará mi vida. Mi cuerpo es aún joven. Mi corazón y mis
pulmones seguirán dando guerra mucho más tiempo del que quisiera. Del que puedo
soportar.
Los
niños entenderán. Sé que eso te preocupa. Que lleguen a pensar que tú… Puede
que al principio les cueste. Ellos no han vivido tan de cerca todo esto. Pero
lo entenderán. Tal vez sería más valiente por mi parte decírselos, hacerlos
partícipes de mi decisión. Pero sé que por impulso se opondrían. Y ya no tengo
las fuerzas para convencerlos. Tú dices que es mejor mantenerlos al margen para
protegerlos de las posibles consecuencias legales de todo esto, y sé que ese es
el motivo por el que respetas mi decisión de dejarlos fuera. Pero mi motivo es otro.
Reconocer ante mis hijos, a quienes siempre inculqué el esfuerzo, la voluntad,
el pelear por alcanzar las metas, que me doy por vencida, que ya no me siento
capaz de seguir, me resulta demasiado duro.
La
vida está hecha de fracasos, y esta forma clandestina de morir tal vez no sea
más que mi peor fracaso. Yo, que siempre he sido optimista, que ante las
adversidades siempre he dicho que nunca está todo perdido, ahora me desdigo de
esta forma tan aparatosa y cruel. Cruel para ellos, pero no para mí. Lo que es
cruel para mí es tener que hacerlo en silencio y dependiendo de ti. No porque
no me sienta segura en tus manos. Siempre lo estuve. He confiado en ti
ciegamente y vuelvo a hacerlo hasta el final. Ya es hora. Fernando, ya es hora,
repetiré cuando los niños hayan regresado a sus casas después de la incómoda
visita de domingo en que me despediré en silencio de sus rostros preocupados.
De sus gestos contenidos, de esa forma que tienen desde hace años de hablarme
como si yo no pudiera entenderles, como si yo necesitara que me repitan que
debo ser paciente una y otra vez.
La
paciencia es un bien que se me ha agotado. La he exprimido, la he puesto a
secar al sol, la he vuelto a remojar con las lágrimas que siguen saliendo de
mis ojos cuando hace tanto tiempo que soy incapaz de enjugarlas. Nadie debería
llorar si no puede secar sus propias lágrimas. La naturaleza debería ser lo
suficientemente sabia como para obstruir los lagrimales de quienes no tenemos
manos, pero sí tantos motivos para llorar.
Pero
hoy no me quiero centrar en eso. Quiero pensar en los cientos de momentos
felices que hemos compartido. Recuerdo la escapada a Praga después de aquella
reconciliación que fue la única que necesitamos. No hubo más reconciliaciones,
porque no hubo más batallas. Después de aquellos días y aquellas noches en
Praga, supimos que lo nuestro era tan fuerte como para poder terminar como
terminará ahora. Y las batallas que libramos a lo largo de tantos años, nos
hallaron a ambos siempre en el mismo bando. Un frente común inquebrantable, que
aún hoy nos une ante la adversidad.
Te
escucho trastear en la cocina, abrir la lavadora, hablar por teléfono,
seguramente con la niña. Estoy cansada, podría dormirme, pero prefiero mecerme
en los sonidos que me llegan acolchados mientras observo con admiración la
belleza de un par de nubes que se han instalado en mi pedacito de cielo.
—Silvia,
cariño. Ha venido la niña a verte
Abres
los ojos. Sé que no dormías, que estabas escuchando la Quinta de Beethoven, una
de tus favoritas. Lo sé porque algo parecido a una sonrisa se dibujaba en la
comisura de tus labios, hasta que has abierto los ojos y has intentado hablar.
El dolor te ha anegado la mirada, pero lo has controlado.
—HO-LA-MI-NI-ÑA
—has dicho con evidente esfuerzo. Y María, visiblemente emocionada, se ha
sentado en la silla junto a la cama y te ha cogido la mano derecha.
Os
he dejado solas. Supongo que es lo que deseas. Despedirte de nuestra hija, aunque
ella no sea consciente de que esto es una despedida.
—CUI-DA-DE-TU-PA-DRE-CUAN-DDO-YO-NO-ES-TÉ
—pronuncio con esfuerzo. Nuestra hija se lleva una mano a la boca como
intentando atajar un sollozo.
—Mamá,
tú siempre estarás —dice.
Esas
palabras me reconfortan. Me hacen sentir menos culpable, menos egoísta por
decidir marchar. Siempre estaré. Es algo bonito de escuchar en un momento como
este.
La
niña guarda silencio. Como si intuyera que este domingo no es como los de
siempre, no actúa como suele hacerlo, parloteando sin parar, contándome
cualquier tontería en un intento de distraerme de mi dolor. Hoy está distinta,
más mayor, me parece. Más mujer. Sé que sobrevivirá. Todos sobrevivimos a la
muerte de nuestros padres. Es el ciclo natural de la vida. Por suerte, uno de
mis mayores terrores, el ver morir a uno de mis hijos, no se ha hecho realidad.
Y me toca a mí primero. Por decisión propia. Por convicción.
—¿Quieres
beber un poco de agua?
No
contesto. Cierro los ojos. Quiero quedarme con esta imagen de la niña. Su pelo
largo enmarcado por la luz vacilante de la ventana. Sus ojos turbios, el calor
de sus manos acunando la mía, como tantas veces yo la acuné a ella en la
oscuridad de las noches de pesadillas.
—Gracias
por venir, hijo
—¿Qué
pasa? ¿Está peor? —pregunta preocupado.
Prefiero
no contestar a esa pregunta. Prefiero que te vea y juzgue por sí mismo.
—Recién
se acaba de ir tu hermana —le digo mientras camino por el pasillo.
Abro
la puerta. El atardecer va llenando de sombras el cuarto. Enciendo la lámpara
de la mesa de los medicamentos.
—NO-POR-FA-VOR
—dices. Y la apago de inmediato.
Sé
que no te gustan las luces artificiales, pero la semi penumbra en que se ha
sumido la habitación me ha provocado una tristeza profunda. La noche se acerca
y con ella el momento en que pronunciarás la frase por tercera vez.
Y
yo, que sé que la mejor luz es la de los atardeceres en tus ojos, que a nadie
le sienta mejor que a ti la luz del Moldava en la mirada, observo la luz tenue
entrar por la ventana y detenerse en tu perfil para delinearlo con delicadeza
en un único y mágico momento.
Nuestro
hijo se sienta en la cama, intentando no moverla y te pasa sus dedos largos y
finos por el antebrazo. Abres los ojos en los que la oscuridad se va
adentrando, y lo miras intentando sonreír.
Él
no sabe que se está despidiendo de ti, me digo. O a lo mejor lo sabe mejor que
nosotros. Siempre fue un niño perspicaz al que se hacía imposible engañar con
mentiras piadosas. Un auténtico buceador de la verdad. Y ahora, la verdad está
ante sus ojos. Tan cruda como tus articulaciones inútiles, como el modo
doloroso en que el aire parece abrirse paso hasta tus pulmones.
Hago
ademán de salir, pero me detiene su voz, casi un murmullo.
—Quédate, papá.
Me
acerco a su lado y le acaricio la cabeza. Como cuando era un niño y llegaba con
las rodillas raspadas, y yo intentaba tranquilizarlo mientras tú le limpiabas
las heridas diciéndole que tenía que ser valiente. Y lo era, sí. Habíamos hecho
un buen trabajo.
—Lo
que decidáis estará bien para mí —dice. —Lo que decida mamá. Sé que tú la
apoyarás
Doy
un respingo. Una vez más hace gala de su capacidad de intuir cualquier
situación. Nunca lo hemos hablado con claridad, pero aquí está él, diciéndonos
que nos apoya.
Lo
abrazo, mientras te abraza. Luego, lo acompaño hasta la puerta.
—Gracias,
hijo. No sabes lo importante que es esto para mí. Pero sobre todo para ella.
Cuando
vuelvo al cuarto ya ha oscurecido. Por la ventana entra el reflejo tenue de una
farola lejana.
Pongo
en el reproductor tu CD preferido. La música va inundando el silencio que nos
une. No hay nada que decir. Hubiera querido hablarte de Praga y de mi sueño,
pero en tu mirada tranquila, sé que no hace falta. Que tienes el Moldava en los
ojos, y que como en tantas ocasiones a lo largo de la vida compartida, no
necesitamos hablar para comprendernos a la perfección.
—FER-NAN-DO-YA-ES-HO-RA
—pronuncias al cabo de un rato.
Suelto
tu mano y asiento. Entonces, con una tranquilidad que no esperaba sentir, abro
decidido el último cajón.
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