Cuando a la tía Filomena se le dio por
morirse, a los niños nos mandaron a seguir viendo la tele. ¡Irnos a ver la tele
con lo interesante que estaba aquello!
A mi hermana Marita, no le dijimos que estaba
muerta, le hicimos creer que estaba dormida. Era la más pequeña y lloraba por
cualquier tontería. Y para poder permanecer en las inmediaciones de la cocina,
era necesario pasar inadvertidos.
Es que la tía murió mientras estaba haciendo
sus famosas croquetas. Cayó desparramada con la cuchara de madera en la mano,
dejando un reguero de bechamel alrededor. Nuestro gato Chispas lamió cada gota,
mientras los adultos intentaban reanimar a la tía. Inútil, estaba claro que
había muerto. De ninguna otra manera hubiera ella dejado de revolver.
La verdad es que un poco de miedito daba, pero
no tanto como para salir corriendo. Además, yo era el mayor y debía dar el
ejemplo. Que en este caso no sabía cuál era. ¿Qué hay que hacer cuando se muere
una tía? ¿Es correcto reírse de la cara de tu hermana que cuando se pone
nerviosa le da por inventar muecas graciosas? ¿Puede uno estornudar o bostezar,
o contar chistes? Pues qué se yo. Yo no tenía experiencia en tías muertas ni en
muertos en general. Quiero decir, muertos de verdad y no los de las películas,
que esos en lugar de cocinando bechamel, se mueren manchándose de kétchup la
camisa blanca para que parezca sangre de verdad. Pero no es cierto que se
mueran. Solo están actuando. Lo que yo no entiendo es que si están actuando por
qué no se mueren de verdad y luego resucitan cuando las cámaras ya no los
enfocan.
Mi padre comenzó a caminar de arriba abajo
tropezándose en cada recorrido con la banqueta alta. Mi madre y el tío Julio se
quedaron de rodillas junto al cuerpo redondo de la tía. Como esperando que se
sentara de pronto y dijera que todo había sido una broma. Pero no. La tía
estaba más pálida que la bechamel a medio hacer. Mi mamá le ponía dos dedos en
el cuello, como si con eso quisiera devolver las palabras a esa boca que había
quedado ligeramente ladeada hacia la derecha, como si estuviera a punto de
contar una de sus típicas anécdotas que ya nadie escuchaba por repetidas. Dejaba
los dedos un ratito ahí y luego repetía en un tono cada vez más bajo: “Nada, se
nos ha ido”.
Mi tío, en cambio, se llevaba las manos a la
cabeza y pronunciaba alternativamente dos frases: “¿Qué haremos ahora?” y
“Estamos perdidos”.
Seguro que la tía no había dejado escrita la
receta de sus croquetas, y siempre se empeñaba en poner su ingrediente secreto
sin que nadie la viera, por lo que nos habíamos quedado sin las mejores
croquetas del mundo mundial.
Pero después me di cuenta de que lo de las
croquetas no era todo el problema. Yo tenía edad suficiente como para saber que
a la tía se la podía querer. Un poco, sí. Como se quieren las cosas que siempre
están allí, pero tampoco como para sentirnos tan acongojados ante su ausencia. Y
lo de la receta perdida era una pena, claro. Pero tampoco era tan grave. Por
eso sabía que algo más había en esos gestos dramáticos con que mis padres y el
tío se lamentaban por su muerte.
Empecé a entenderlo, cuando con mucho esfuerzo
la sentaron en su silla y comenzaron a discutir no sé qué de una pensión. Yo la
única pensión que conocía, era la de Don Arturo, a la entrada del pueblo, donde
se alojaban los temporeros en la época de recogida. Pero parece ser que esa
pensión no era el problema. El problema estaba relacionado con el dinero. Ese
que escaseaba en casa desde que papá se había quedado sin trabajo, mamá solo
tenía dos casas martes y jueves, y el tío se había venido a vivir con nosotros
porque no tenía para pagar el alquiler.
Hablaban de cosas difíciles, de esas que
aburren mucho. Por eso los niños nos pusimos a jugar al escondite. Para pasar
el rato. Eso sí, al escondite silencioso. Porque si armábamos mucha bulla, fijo
que nos mandaban otra vez a ver la tele en el salón. Y yo quería quedarme cerca
de la cocina por si terminaban de hablar las cosas difíciles y pasaba algo más
divertido.
Decretamos prohibido esconderse en la cocina,
tampoco queríamos acercarnos tanto, que nunca habíamos visto un muerto de
cerca. Y por más tía Filomena que fuera,
no podíamos olvidarnos de que en el fondo era una muerta de verdad. De
esas de cajones y coronas de flores. Y pañuelos blancos estrujados.
Eso lo habíamos visto una vez en la novela de
las cinco, que la tía miraba siempre mientras nos preparaba la merienda. Bueno,
más de una vez. Porque en esa novela, cada dos por tres se moría alguno. Para
renovar el elenco, decía la tía. Pero fuera por lo que fuera, a mí me daba un
poco de impresión, la verdad. El muerto no respiraba ni nada. Y todos los demás
alrededor, vestidos de negro, llorando y llorando. La tía decía que no lloraban
en serio, que estaban actuando. Pero yo creo que sí que lloraban en serio. De
miedo, porque ahí nunca se sabía quién sería el próximo.
A los muertos se los lleva a un lugar donde
hay muchos muertos, para que no se sientan solos. Pero no se los ve. Nosotros
vamos de vez en cuando a visitar a la abuela. Aunque es muy aburrido, porque la
abuela ni aparece ni nada. Le dejamos unas flores en un cartel que tiene su
nombre, pero parece que mucho no le gustan, porque nunca viene a recibirnos, ni
da las gracias. Y encima, cuando vamos la siguiente vez, están todas marchitas
porque ni agua les habrá puesto. Supongo que estará muy ocupada haciendo sus
cosas de muerta. Y más aún lo va a estar si a la tía Filomena la llevan para
allí. Tan entretenidas estarán que menos todavía saldrán a recibirnos o a
agradecernos las flores.
En fin. Bastante maleducados son los muertos.
Para comprobarlo bastaba con espiar y ver a la
tía Filomena desparramada en su silla, porque ni siquiera estaba sentada como
dios manda. A ver si a nosotros nos iban a dejar estar sentados así a la mesa
cuando se estaban hablando cosas tan importantes.
Está bien que la pobre debía de estar cansada
de escuchar a mis padres y a mi tío hablar de esos asuntos complicados,
discutir, y hasta decir palabrotas. Que si no fuera porque los muertos parece
que no saben hablar, bien que no se los hubiera permitido. “Esa boquita, que
hay niños presentes”, les hubiera dicho. Y ellos se hubieran mirado avergonzados,
pero deseando seguir insultándose mutuamente que es una de sus actividades
preferidas.
No había nada que hacer. No se ponían de
acuerdo. Y mamá en medio de ambos tratando de que la cosa no pasara de castaño
oscuro. Eso del castaño oscuro es algo que solía decir la tía, pero que nadie
entendía.
Como nadie entendía que la pobre estuviera ahí
aguantando el tipo por no darles el disgusto de caerse de la silla.
Hipólito, el de la esquina, me dijo que cuando
su abuelo se murió, se puso duro como una tabla y que a los muertos se los
entierra, porque así duros, no se los puede plegar y guardar en un sitio que
evite que estén siempre en el medio.
Se los podría guardar en el altillo, o en el
galpón de las herramientas. Pero así, duros y sin doblar, no hay altillo ni
galpón en que puedan caber sin molestar cuando vas a buscar el maíz para las
gallinas o las tijeras de podar.
Por eso, urgía hacer algo con la tía. Porque
parece que otra desventaja de morirte es que al tiempo empiezas a oler fatal.
Como si no te ducharas durante meses. Hay que ver que los muertos no se pueden
duchar, que ni siquiera pueden abrir el grifo, y menos aún sostener la cortina
del baño para que no se salga toda el agua para afuera.
Al final decidieron que había que ir a buscar
al cura, que no había forma de entretener a la tía durante más tiempo sin que
se pusiera dura del todo.
Yo no sé bien para qué fueron a buscarlo,
porque hacer, no hizo nada. ¿Los curas no hacen milagros? Pues este, no. Ni la
resucitó, ni nada de nada.
La tía no opinaba, pero sus ojos fijos en la
cazuela humeante que nadie había quitado del fuego lo decían todo.
El cura dijo que había que cerrarle los ojos y
llevarla a un sitio en que pudiera reposar. Entonces se armó un pequeño
revuelo. Tenían que decidir si la ponían estirada en el sofá, o la llevaban a
su cama.
Mi hermana, que a esas alturas ya se había
enterado de que la tía no estaba dormida, y compartía habitación con ella, puso
el grito en el cielo. Que ella no quería tener a la muerta al lado.
—Será solo un rato —dijo mamá. Y el tío y
papá, que cargaban resoplando el cuerpo de la tía, enfilaron por el pasillo.
Pero mi hermana subió el listón y empezó a
llorar con ese llanto finito e insoportable que usa a veces. El tío y papá,
retrocediendo el pasillo para llevarla al salón.
—Pero ¿qué hacéis? —dijo mi madre —Ni caso a
la niña, que no podemos tener a la tía ahí a la vista de todos. El cura tiene
que darle el sacramento.
Berrido agudo de mi hermana. Dudas en el
pasillo. La tía empezó a resbalarse. El culo le tocaba en el suelo, y la falda
se le levantaba cada vez más.
Mientras, era el cura el que se llevaba las
manos a la cabeza.
—Señores, por favor. Un respeto por la
difunta.
En eso, empezó a salir un humo negro de la
cocina. Nadie había apagado el fuego de la bechamel. El tío largó los pies de
la tía Filomena y fue corriendo para intentar hacer algo, pero llegó tarde.
Desde entonces, los azulejos de la cocina, que eran blancos, están negros y el
techo parece un cielo de noche.
El cura dijo que se tenía que ir y que dejaran
el cuerpo en un sitio de una vez.
El tío se había quemado los dedos al intentar
sacar la cacerola de la hornalla, así que papá decidió arrastrarla solo hasta
el sofá.
El cura pronunció unas palabras que nadie
entendió y empezó a mojar a la tía con el agua de un frasquito. Menos mal que
estaba muerta, porque si hay algo que a la tía no le gustaba, era que la
salpicáramos cuando armábamos la piscina de lona en el fondo. Pero claro, eso
el cura no lo sabría. Y la tía, que ya estaría muerta de estar muerta, se lo
dejó pasar.
Pero lo que yo creo que nunca nos perdonó fue
que dejáramos que se quemara la bechamel.
A veces, por las noches, se la escucha
perfectamente trastear con las cacerolas en la cocina. Yo no creo en fantasmas,
por eso no se lo digo a mi mamá. Porque, además, parece que ese asunto de la
pensión era de verdad muy complicado. Todos en casa, tienen cara de
preocupados. Que las cosas de oro de la tía solo dan para un mes más de
alquiler, he escuchado que decían.
Y siguen discutiendo entre ellos, como cuando mi
primo el Benja y yo nos ponemos farrucos y no hay quien consiga que hagamos las
paces.
En el fondo no creo que nadie la eche tanto de
menos como yo. Que extraño mucho a la tía Filomena. Y, sobre todo, a sus
croquetas.
He
vuelto a soñar que andabas. Cogidos de la mano recorríamos las calles de Praga
y nos metíamos en una cafetería. Tú pedías tu eterno capuchino y yo un expreso
solo. Se te antojaba una porción de ese espectacular pastel de chocolate que
tenían en la vitrina y yo lo pedía, aunque protestaras porque se salía de
nuestro presupuesto diario. Después, con los cuerpos más calientes salíamos a
caminar junto el río y cruzar el puente de Carlos riéndonos como niños y
deteniéndonos ante cada artista callejero.
Soñé
que podías entrelazar tus dedos con los míos, y apartarme el pelo de la cara
como te gustaba hacer después de cada beso robado en una esquina.
Soñé
que cogíamos el tranvía para llegar al hotel y yo te pasaba el brazo sobre los
hombros y tú apoyabas tu cabeza en el mío.
Soñé
que pasábamos la noche enredados y exhaustos. Que tus ojos me hablaban en ese
idioma que hace tanto que no practicamos. Que tú, con esas manos que ahora
descansan inmóviles a cada lado de tu cuerpo, trazabas una historia de deseo en
mi espalda. Escribías poemas en mi vientre, te derramabas luminosa sobre mí,
hasta fundirte sobre mi cuerpo y dejarte caer por la ladera del placer.
Soñé
que despertábamos cuando el sol de Praga se colaba entre las cortinas
descorridas y que tú me proponías guardar ese momento en el lugar de los
tesoros, de los días felices, de las fotografías no disparadas pero reveladas
para siempre en el alma.
Yo
no entendía entonces por qué decías esas cosas. Por qué querías guardar ese
momento para poder acudir a él más tarde, cuando nos hiciera falta.
Seguramente
tú tampoco supieras por qué lo hacías. O tal vez intuías lo que muchos años
después nos pondría enfrente la vida. Pero tenías la percepción de que en algún
momento necesitaríamos regresar a Praga y caminar junto al Moldava, como yo
hice anoche en sueños. Y por eso te agradezco que me instaras, que nos instaras
a conservar ese carrete de fotografías para poder repasarlas ahora. Creo, más
bien estoy seguro de que tú también acudes a ellas de vez en cuando, porque a
veces sorprendo el brillo dorado de aquel amanecer en tus ojos, y las aguas del
Moldava serpenteando en tus pupilas.
Ahora,
que tu voz se ha convertido en una sucesión disonante de sílabas pronunciadas
con gran esfuerzo, te digo buenos días mientras levanto la persiana y corro las
cortinas para que veas que ha empezado a amanecer.
Me
sigues con la mirada. Con esos ojos expresivos que son ahora casi tu única
forma de comunicación, y callas.
A
veces, cuando callas, temo que ya nunca puedas volver a hablar. Que el terrible
esfuerzo que haces para articular sílabas inconexas no alcance para hacerlas
salir de tu boca, y se acumulen allí, como las ganas de gritar, las palabras completas,
las canciones que canturreabas mientras te duchabas en aquel cuarto de hotel en
Praga en que te soñé anoche.
Pero
no, mientras te doy la espalda para preparar la medicación sobre la mesita que
he colocado en el cuarto, articulas las mismas sílabas con las que te has
despedido anoche antes de entrar en uno de tus cortos e inquietos sueños.
—FER-NAN-DO-YA-ES-HO-RA
Yo
hago como que no te escucho y me pregunto por qué ya no me llamas Amor, como
antes, cuando dos sílabas te costarían menos esfuerzo que las tres de mi
nombre. Me lo pregunto solo para poder enfadarme un poco contigo. Eso disuelve
apenas las orillas del dolor y me permite girarme para mirarte a los ojos y
asentir. Porque sé de qué hablas, aunque no quiera saberlo.
Hoy
es el día. Sospecho que hoy es el día. Te prometí que cumpliría lo acordado.
Que cuando llegara el momento me recordarías el trato diciéndome exactamente
esas palabras. Fernando ya es hora. Que lo harías tres veces, para asegurarnos
de que no pronunciarías la clave por error o descuido. Y para darte tiempo a
pensarlo con calma.
Sé
que el tiempo para pensar te sobra, ya que eso es lo único que puedes hacer sin
ayuda. Lo que eres capaz de hacer a la velocidad de siempre, o tal vez con más
agilidad, creo. Que el hecho de haber ido perdiendo movilidad, ha obligado a
tus pensamientos a fluir con mayor intensidad, y que la claridad que siempre
has tenido a la hora de expresarte se ha vuelto ahora hacia tu interior. Para
hacerte pensar con dolorosa clarividencia en todo lo que has perdido junto a lo
poco que tienes. Tienes una ventana a través de la cual ves pasar el día, un
reproductor en el que suena tu música clásica preferida casi todo el tiempo,
una docena de rosas rojas en el florero, un ambientador con olor a vainilla que
no llega a tapar el de los desinfectantes y medicamentos, una silla de ruedas
que ya casi no usas, un reloj que parece no avanzar, una pila de libros sobre
la mesilla, un ordenador apagado y mi presencia permanente. Mis sonrisas
condescendientes, mi gesto cansado, mi tozudez.
Me
acerco con el vaso y te pongo la pajita entre los labios resecos. Tal vez,
cuando la dosis de la mañana te surta efecto, y el dolor ceda un poco, cambies
de opinión, me digo. Pero sé que no será así.
—¿Llamo
a los chicos? ¿Quieres despedirte de ellos? —pregunto cuando ya no soporto tu
mirada expectante clavada en mí.
—SÍ-PE-RO-NO-LES-DDI-GAS-NA-DA
Sé
que me reprocharán por no hacerlo, pero te lo debo. Te debo que todo ocurra tal
cual lo has planeado. Ya que la vida te ha pagado exactamente con lo contrario,
al menos que este momento sea tal como tú quieres que sea.
Me
pregunto cómo será todo a partir de mañana cuando ya no sepa cómo querrías tú
que fuera. Pero prefiero no pensar en mañana. Centrarme en este hoy que te
debo. En este hoy en que te haré el regalo más importante de todos estos años.
Eso me dijiste cuando empezaste a planearlo todo. Que necesitabas de mí, un
último regalo, el más importante. Y que no podías pedírselo a nadie más. Y yo,
para convencerte de que el suicidio era una decisión demasiado precipitada, y
de que aún teníamos mucho por compartir, acepté. Prometí hacerte ese regalo
cuando llegara el momento. Lo acepté entonces sin convicción, por miedo, por
egoísmo. No quería perderte. Pero a lo largo de los más de cinco años que
transcurrieron desde entonces, supe que te merecías ese regalo que esperabas de
mí. Que te merecías tener el poder de decir basta, hasta aquí llegué.
Te
dejo descansando luego de la rutina de higiene diaria. Sé que te agota que te
levante los brazos, que te gire en la cama, incluso que te tironee del pelo intentando
peinarte. Sé que después de eso entras en un sueño ligero, como de bebé
afiebrado y tengo tiempo para organizar las cosas en la cocina, para poner una
lavadora con las sábanas que acabo de cambiarte, con la absurda idea de que el
roce de unas sábanas limpias tal vez te haga cambiar de opinión.
—Papá,
¡qué temprano! ¿Está bien mamá? —pregunta la niña al coger el teléfono.
—Esta
como siempre, cariño. Ya sabes…
—Sí
—contesta simplemente. Y me la imagino con los ojos cargados de lágrimas como cuando
viene a visitarte. Luchando por no derramarlas, como si fueran valiosas perlas
que tuviera que mantener escondidas.
—¿Vendrás
a verla hoy? —pregunto.
—Sí,
papá. Como todos los domingos
Cuelgo
pensando qué hará el próximo domingo cuando ya no pueda venir a verte. ¿Sentirá
alivio? Muchas veces la muerte es un alivio. Lo será para ti, que ya no tienes
fuerzas para seguir batallando, lo será para nuestra hija, que ya no tendrá que
contener sus lágrimas perlas, pero ¿lo será para mí? ¿no podrá más el remordimiento
que el alivio?
Al
niño le mando un Whatsapp. Le digo que lo esperamos esta tarde, que hace mucho
que no viene, que su madre pregunta por él y quiere verlo.
Ahora
que te has ido con la bandeja cargada de jeringuillas y pajitas de plástico, y
las sábanas apretadas bajo el brazo derecho, me quedo mirando mi trocito de
cielo. Mirarlo, cuando está así, recién encendido, parece aliviarme un poco el
dolor. O tal vez sea la medicación que me acabas de administrar.
He
visto en tus ojos la pena. Pero por suerte he visto también la resolución. No
había en ellos ni un resquicio de la duda que temí hallar. El dolor no se irá
con mi muerte, pero cambiará de color. Te permitirá ver la vida bajo otro
prisma. Volver a pensar en ti. Volver a preguntarte qué te apetece comer. A
encontrarte con los amigos que llevamos años sin ver, a salir a caminar por las
mañanas por el parque. A reacomodar la biblioteca y rescatar todos esos libros
que no leíste porque a mí no me interesaban, y tú solo leías para mí.
Leerme
en voz alta ha sido una de las cosas más bellas que has hecho por mí. Nadie lo
había hecho desde la infancia, cuando mi padre me acompañaba a la cama con un
libro lleno de dibujos.
Tú,
en cambio, me has leído sin mostrarme ni una sola imagen. Las has dibujado con
tu voz, con ese modo tan tuyo de meterte en la historia y regalarme la ilusión
momentánea de saberme allí contigo. Lejos de esta cama, lejos de la silla de
ruedas, a una distancia prudente del dolor. Una distancia que nos permitiera
mantenerlo a raya mientras transitábamos juntos cientos y cientos de páginas.
Has
sido un compañero extraordinario. Tan abiertamente generoso que eres capaz de
entregarme este regalo final sin miedo. Con firmeza. Con dolor, pero también
con amor, con un amor que no sabe de egoísmos. Espero, y ese es mi último deseo
al abandonar este mundo, que todo esto no te traiga consecuencias. Lo hemos
hablado hasta la saciedad. Hemos dejado muy claro en sucesivos videos que se
trata de mi decisión. Una decisión personal y libre. Que tú solo me estás dando
las manos que no tengo. Pero que no eres responsable. Ni responsable ni
cómplice. Eres, únicamente, un instrumento que necesito para poder llevar a
cabo mi voluntad. En esta sociedad democrática en que nos creemos libres de
elegirlo todo, desde nuestros gobernantes hasta nuestras preferencias sexuales,
hay algo que aún no podemos elegir. Una elección que debería ser la más
importante de la vida: cuándo y cómo morir.
Ojalá
llegue pronto eso que tanto esperamos. Yo y muchos otros. Pero yo ya no puedo
esperar más. Y tú lo sabes. Sabes que cada día me es más complicado expresarme,
pero que eso no acortará mi vida. Mi cuerpo es aún joven. Mi corazón y mis
pulmones seguirán dando guerra mucho más tiempo del que quisiera. Del que puedo
soportar.
Los
niños entenderán. Sé que eso te preocupa. Que lleguen a pensar que tú… Puede
que al principio les cueste. Ellos no han vivido tan de cerca todo esto. Pero
lo entenderán. Tal vez sería más valiente por mi parte decírselos, hacerlos
partícipes de mi decisión. Pero sé que por impulso se opondrían. Y ya no tengo
las fuerzas para convencerlos. Tú dices que es mejor mantenerlos al margen para
protegerlos de las posibles consecuencias legales de todo esto, y sé que ese es
el motivo por el que respetas mi decisión de dejarlos fuera. Pero mi motivo es otro.
Reconocer ante mis hijos, a quienes siempre inculqué el esfuerzo, la voluntad,
el pelear por alcanzar las metas, que me doy por vencida, que ya no me siento
capaz de seguir, me resulta demasiado duro.
La
vida está hecha de fracasos, y esta forma clandestina de morir tal vez no sea
más que mi peor fracaso. Yo, que siempre he sido optimista, que ante las
adversidades siempre he dicho que nunca está todo perdido, ahora me desdigo de
esta forma tan aparatosa y cruel. Cruel para ellos, pero no para mí. Lo que es
cruel para mí es tener que hacerlo en silencio y dependiendo de ti. No porque
no me sienta segura en tus manos. Siempre lo estuve. He confiado en ti
ciegamente y vuelvo a hacerlo hasta el final. Ya es hora. Fernando, ya es hora,
repetiré cuando los niños hayan regresado a sus casas después de la incómoda
visita de domingo en que me despediré en silencio de sus rostros preocupados.
De sus gestos contenidos, de esa forma que tienen desde hace años de hablarme
como si yo no pudiera entenderles, como si yo necesitara que me repitan que
debo ser paciente una y otra vez.
La
paciencia es un bien que se me ha agotado. La he exprimido, la he puesto a
secar al sol, la he vuelto a remojar con las lágrimas que siguen saliendo de
mis ojos cuando hace tanto tiempo que soy incapaz de enjugarlas. Nadie debería
llorar si no puede secar sus propias lágrimas. La naturaleza debería ser lo
suficientemente sabia como para obstruir los lagrimales de quienes no tenemos
manos, pero sí tantos motivos para llorar.
Pero
hoy no me quiero centrar en eso. Quiero pensar en los cientos de momentos
felices que hemos compartido. Recuerdo la escapada a Praga después de aquella
reconciliación que fue la única que necesitamos. No hubo más reconciliaciones,
porque no hubo más batallas. Después de aquellos días y aquellas noches en
Praga, supimos que lo nuestro era tan fuerte como para poder terminar como
terminará ahora. Y las batallas que libramos a lo largo de tantos años, nos
hallaron a ambos siempre en el mismo bando. Un frente común inquebrantable, que
aún hoy nos une ante la adversidad.
Te
escucho trastear en la cocina, abrir la lavadora, hablar por teléfono,
seguramente con la niña. Estoy cansada, podría dormirme, pero prefiero mecerme
en los sonidos que me llegan acolchados mientras observo con admiración la
belleza de un par de nubes que se han instalado en mi pedacito de cielo.
—Silvia,
cariño. Ha venido la niña a verte
Abres
los ojos. Sé que no dormías, que estabas escuchando la Quinta de Beethoven, una
de tus favoritas. Lo sé porque algo parecido a una sonrisa se dibujaba en la
comisura de tus labios, hasta que has abierto los ojos y has intentado hablar.
El dolor te ha anegado la mirada, pero lo has controlado.
—HO-LA-MI-NI-ÑA
—has dicho con evidente esfuerzo. Y María, visiblemente emocionada, se ha
sentado en la silla junto a la cama y te ha cogido la mano derecha.
Os
he dejado solas. Supongo que es lo que deseas. Despedirte de nuestra hija, aunque
ella no sea consciente de que esto es una despedida.
—CUI-DA-DE-TU-PA-DRE-CUAN-DDO-YO-NO-ES-TÉ
—pronuncio con esfuerzo. Nuestra hija se lleva una mano a la boca como
intentando atajar un sollozo.
—Mamá,
tú siempre estarás —dice.
Esas
palabras me reconfortan. Me hacen sentir menos culpable, menos egoísta por
decidir marchar. Siempre estaré. Es algo bonito de escuchar en un momento como
este.
La
niña guarda silencio. Como si intuyera que este domingo no es como los de
siempre, no actúa como suele hacerlo, parloteando sin parar, contándome
cualquier tontería en un intento de distraerme de mi dolor. Hoy está distinta,
más mayor, me parece. Más mujer. Sé que sobrevivirá. Todos sobrevivimos a la
muerte de nuestros padres. Es el ciclo natural de la vida. Por suerte, uno de
mis mayores terrores, el ver morir a uno de mis hijos, no se ha hecho realidad.
Y me toca a mí primero. Por decisión propia. Por convicción.
—¿Quieres
beber un poco de agua?
No
contesto. Cierro los ojos. Quiero quedarme con esta imagen de la niña. Su pelo
largo enmarcado por la luz vacilante de la ventana. Sus ojos turbios, el calor
de sus manos acunando la mía, como tantas veces yo la acuné a ella en la
oscuridad de las noches de pesadillas.
—Gracias
por venir, hijo
—¿Qué
pasa? ¿Está peor? —pregunta preocupado.
Prefiero
no contestar a esa pregunta. Prefiero que te vea y juzgue por sí mismo.
—Recién
se acaba de ir tu hermana —le digo mientras camino por el pasillo.
Abro
la puerta. El atardecer va llenando de sombras el cuarto. Enciendo la lámpara
de la mesa de los medicamentos.
—NO-POR-FA-VOR
—dices. Y la apago de inmediato.
Sé
que no te gustan las luces artificiales, pero la semi penumbra en que se ha
sumido la habitación me ha provocado una tristeza profunda. La noche se acerca
y con ella el momento en que pronunciarás la frase por tercera vez.
Y
yo, que sé que la mejor luz es la de los atardeceres en tus ojos, que a nadie
le sienta mejor que a ti la luz del Moldava en la mirada, observo la luz tenue
entrar por la ventana y detenerse en tu perfil para delinearlo con delicadeza
en un único y mágico momento.
Nuestro
hijo se sienta en la cama, intentando no moverla y te pasa sus dedos largos y
finos por el antebrazo. Abres los ojos en los que la oscuridad se va
adentrando, y lo miras intentando sonreír.
Él
no sabe que se está despidiendo de ti, me digo. O a lo mejor lo sabe mejor que
nosotros. Siempre fue un niño perspicaz al que se hacía imposible engañar con
mentiras piadosas. Un auténtico buceador de la verdad. Y ahora, la verdad está
ante sus ojos. Tan cruda como tus articulaciones inútiles, como el modo
doloroso en que el aire parece abrirse paso hasta tus pulmones.
Hago
ademán de salir, pero me detiene su voz, casi un murmullo.
—Quédate, papá.
Me
acerco a su lado y le acaricio la cabeza. Como cuando era un niño y llegaba con
las rodillas raspadas, y yo intentaba tranquilizarlo mientras tú le limpiabas
las heridas diciéndole que tenía que ser valiente. Y lo era, sí. Habíamos hecho
un buen trabajo.
—Lo
que decidáis estará bien para mí —dice. —Lo que decida mamá. Sé que tú la
apoyarás
Doy
un respingo. Una vez más hace gala de su capacidad de intuir cualquier
situación. Nunca lo hemos hablado con claridad, pero aquí está él, diciéndonos
que nos apoya.
Lo
abrazo, mientras te abraza. Luego, lo acompaño hasta la puerta.
—Gracias,
hijo. No sabes lo importante que es esto para mí. Pero sobre todo para ella.
Cuando
vuelvo al cuarto ya ha oscurecido. Por la ventana entra el reflejo tenue de una
farola lejana.
Pongo
en el reproductor tu CD preferido. La música va inundando el silencio que nos
une. No hay nada que decir. Hubiera querido hablarte de Praga y de mi sueño,
pero en tu mirada tranquila, sé que no hace falta. Que tienes el Moldava en los
ojos, y que como en tantas ocasiones a lo largo de la vida compartida, no
necesitamos hablar para comprendernos a la perfección.
—FER-NAN-DO-YA-ES-HO-RA
—pronuncias al cabo de un rato.
Suelto
tu mano y asiento. Entonces, con una tranquilidad que no esperaba sentir, abro
decidido el último cajón.
Tu
padre te trajo una tarde envuelto en una mantilla blanca tejida al crochet.
Tenía una cinta azul celeste entrelazada en su diseño a lo largo de los bordes.
Me
había llamado para decirme que no me imaginaba la sorpresa que me iba a dar. Y
no, no me la imaginaba. Ya hacía muchos meses que no esperaba sorprenderlo yo,
como en los tiempos en que te buscábamos ansiosos, y en que me hacía un test de
embarazo con solo un día de retraso, con la esperanza de poder sorprenderlo
cuando llegara del trabajo entregándole una cajita envuelta con el predictor
dentro. Había soñado esa escena una y otra vez. La había visto en mi cabeza
como si fuera una película. La había recreado en invierno, con él colgando al
llegar su abrigo y su bufanda en el perchero de la entrada y en verano, con él
entrando en casa apresurado por quitarse la camisa y ponerse un pantalón corto.
Pero no. Meses y meses pasaron uno tras otro sin que la escena se hiciera
realidad. Al final los médicos dijeron que yo no podía, una cosa complicada que
no supieron explicarme bien, o que yo no quise entender, pero que no podía.
Dejé
de gastar fortunas en pruebas de embarazo, de mirar a hurtadillas ropa de bebé
en los escaparates, de leer en revistas de maternidad trucos de lactancia, o
cómo conseguir una rutina de sueño en los niños, o qué juguetes estimulan su
crecimiento intelectual.
Supongo
que también dejé de hacer otras cosas, como esperar a tu padre con una sonrisa.
Prepararle su plato preferido, o aceptar sus decisiones unilaterales e
injustas.
Él
había decidido que, si no podíamos tener hijos, no los tendríamos. Que no
quería criar un niño ajeno en casa. Eso era para él la adopción: criar un niño
ajeno que cuando fuera mayor intentaría buscar a sus padres biológicos. Muchos
lo hacen ¿sabes?, me decía. Hay gente muy desagradecida. Bueno, tal vez es una
necesidad natural, le decía yo. Pero no quiere decir que ese niño vaya a dejar
de lado a los padres que lo criaron, no hay que ser tan radical. ¿¿Radical??
¿Radical, yo?, estallaba entonces. Y ya no había quién lo moviera de su
postura. Tu padre era sí. Vivía situado en los extremos. O todo o nada o blanco
o negro.
Por
suerte, tú no saliste a él. Bueno, normal que no salieras a él, ni a mí. Por
más que estuvieras apuntado en nuestro libro de familia como hijo biológico,
eso no te daba nuestros genes que, créeme, mejor que no hayas heredado.
Tu
padre era radical, autoritario, egocéntrico, machista, insensible y a menudo
tóxico para quienes lo rodeábamos. Pero yo, yo no tengo menos culpa ni soy
mejor persona que él. Yo lo dejé hacer. Te trajo envuelto en tu mantilla blanca
y yo te acepté. Sin preguntar cómo ni de dónde te había sacado. Sin sentirme
culpable, porque era evidente que al convertirme en tu madre estaba ocupando el
lugar de otra mujer. Otra mujer que, sospechaba, no te había cedido de forma
voluntaria.
No
lo sospechaba, lo sabía. Bastaba con observar la dedicación y el cariño con que
estaba tejida la mantilla que traías. Nadie que hubiera decidido dar en
adopción a su hijo, tejía algo así.
Lo
sabía, y tal vez por eso no pregunté. Me dijo que tu madre era una de esas
casquivanas que tienen hijos por tener y después no quieren saber nada de
ellos, y yo intenté creerme esa versión. Tu madre no te merecía. En cambio, yo,
habiéndote buscado durante tanto tiempo, habiendo sufrido tantas pruebas,
tantos procedimientos médicos, tantas decepciones, sí te merecía. Mucho más que
ella. Mucho más que cualquier mujer del mundo.
Digo
habiéndote buscado, porque pronto asumí que, aunque no hubiera habido prueba
positiva ni embarazo de por medio, eras ese bebé que había soñado mes a mes.
Que había adivinado en mi tripa apoyando la mano en el sitio donde nunca
estuviste.
Llegué
a creerlo, supongo. Llegué a engañarme a mí misma a fuerza de engañarte. Porque
aquella tarde en que tu padre llegó a casa contigo entre los brazos, me hizo
prometer que ese día iba a quedar borrado de nuestra historia. Que él nunca
había llegado trayéndote como un Rey Mago que cumplía mi sueño más esperado y
más imposible.
Me
hizo prometer que ese día quedaría reemplazado en nuestras historias por un
embarazo inventado, un parto largo que valió la pena, y mi permanencia de dos
días en el Hospital San Carlos, en el que, según ponía el papel que venía
contigo, habías nacido de mi vientre.
Y
yo, que una vez que te tuve en mis brazos, hubiera matado por ti, acepté la
condición de la mentira, que se me antojó entonces un mal menor. Mentir no es
tan complicado, me dije. Sin conocimiento de causa, a decir verdad. Porque
nunca había mentido. Por lo menos nunca en algo tan importante y enorme como
aquello.
Por
suerte, como vivíamos lejos de nuestro pueblo, y llevábamos meses sin visitar a
la poca familia que nos quedaba, no fue complicado inventar una historia de
embarazo más parto, todo en uno, y llamar a los parientes para contar que
acabábamos de ser padres.
Y
una vez que la mentira empieza a rodar, empieza a revestirse de verdad. Como una
croqueta que pasas por pan rallado. Cuanto más la cubres, aquella masa pegajosa
y blanquecina (que podría ser bechamel o no), más se parece a una croqueta de
verdad. Antes no lo era, pero luego de un buen empanado de varias capas y una
buena fritura en aceite de oliva, da el pego.
Si
la croqueta no está hecha de una buena bechamel, sino de una falsa, fabricada
con pegamento blanco y serrín, por ejemplo, lo mejor es que nadie la muerda.
Que nadie intente escarbar más allá de las capas de pan rallado y huevo
superpuestas, porque se llevará una sorpresa muy desagradable.
Conseguimos
que eso no pasara durante toda una vida. Tu padre murió tranquilo, la mentira
seguía intacta, envuelta en su rebozado de verdades. Se aseguró de que las
cosas seguirían así desde su lecho de muerte, haciéndome prometer una vez más
mi silencio, obligándome a ratificar aquel juramento realizado con tu
cuerpecito envuelto en crochet entre los brazos. Y lo hice.
Para
entonces, la culpa me pesaba, había empezado a fantasear con perderte a cambio
de regalarte la verdad. ¿Qué pesa más, el deprecio de un hijo (porque sabía que
si conocías la verdad me despreciarías con razón) o el ahogo de seguir
enterrando un secreto que no te merecías, negándote tu identidad?
Pero
él, al pedirme aquella promesa justo antes de morir, me dio la excusa perfecta
para no tener que elegir. Seguiría mintiendo porque se lo había prometido. Y había
sido un cabrón, probablemente el peor esposo del mundo, pero también mi marido.
El que me dio (y nunca mejor dicho) el hijo que siempre había soñado.
Ni
siquiera puedo decir entonces que me atrevo a confesarte todo esto por decisión
propia. No, nunca lo hubiera hecho. Hubiera vivido los años que me quedan
recibiéndote los domingos y preparando táperes para que te llevaras a casa.
Abrazando a mis nietos como si en verdad se parecieran a mí, y contándoles, si
preguntaran, cómo había sido tu nacimiento y que durante los últimos meses del
embarazo no dejaste de patearme.
Ni
esa medalla de valentía, lucidez u honestidad puedo colgarme.
Nunca
te hubiera hablado de todo esto si una mujer de mirada clara, dientes
desparejos y manos encallecidas no hubiera tocado a mi puerta.
Cuando
te vi en sus ojos, en la forma en que sus dientes se superponían, tal como los
tuyos antes de la ortodoncia, cuando te escuché en su voz, ya no pude seguir
manteniendo la promesa realizada a un muerto ni la mentira que me mantenía
viva.
Carmen
Mi
querido Carlitos. Sé que no sabes que te llamas así. Que si pronunciara este
nombre en tu presencia no te darías por aludido. No por el diminutivo cariñoso
que no puedo evitar, una madre siempre ve pequeños a sus hijos. Si no porque
tengo entendido que todos te llaman Alfredo. Un nombre tan serio y rimbombante.
No sé cómo cabría en tu cuerpecito de bebé cuando te lo pusieron. Y dudo de que
ni siquiera ahora, en tu cuerpo de hombre, calce realmente. Tu nombre es Carlos
y debió serlo toda tu vida. Ojalá fuera solo eso lo que no fue como debía haber
sido. Un nombre no es más que eso, un rótulo, una etiqueta. Pero lo importante
es la persona a quien acompaña, su historia, sus sueños. Y a ti te robaron la
posibilidad de vivir la historia que te tocaba. Te arrancaron de las páginas de
tu vida, esa en que yo iba a estar siempre a tu lado, para pegarte en forma
artificial en otro libro, en otra vida, en la de un desconocido que no eres tú.
Lo
siento, no quise decir que no eres tú mismo. Ni siquiera que eres un
desconocido. Para mí nunca lo serás. Es que no sé cómo hablar de todo esto
contigo.
¿Sabes?
En tu historia verdadera, nunca hubieras tenido un padre. El que te concibió
desapareció en cuanto le dije que existías, que eras un pedacito de sol en mi
vientre.
Tampoco
hubieras tenido después la figura de un padre cerca. Dediqué mi vida a cuidar a
mi madre, a mis hermanas, a mis sobrinos, y nunca formé una familia. Tal vez
porque no concebía formar una familia en la que faltaras tú.
Ni
siquiera hubieras tenido un abuelo. La nuestra siempre fue una familia de
mujeres.
Tal
vez el hecho de que en tu vida hayas tenido un padre, te diera alguna ventaja,
te hiciera más feliz o completo. Esas cosas imagino cuando pienso en por qué.
Por qué dios permitió que te apartaran de mi lado. ¿Para darte una vida más
feliz? En ese caso, ¿qué hago yo rebuscando e intentando llegar a ti? ¿No sería
mejor que ignoraras mi existencia, que siguieras viviendo en esa historia
prestada que te han impuesto?
¿Qué
me respondo? Según del día. A veces me digo que no debo seguir adelante, que te
haré daño. A ti, a tu familia… ¿A tu familia? Pero si tu familia soy yo… Otras
veces, me contesto que lo peor que se le puede quitar a una persona es su
identidad. El hecho de saber quién es. Entonces me envuelvo en la bandera de la
reivindicación y me juro que no pararé hasta que no conozcas la verdad.
Y
así he estado, entre dos aguas hasta que me enteré de lo de la asociación, y
fui a informarme. Es que yo siempre supe que tú no habías muerto. Durante unos
segundos te tuve en mis brazos mientras berreabas, y te aseguro que si algo
parecías era cabreado. Pero no enfermo. Eras un bebé regordete y sano.
He
repasado esos segundos en los que te apreté contra mi pecho, millones de veces.
Intentando no olvidar tu olor, tu cuerpo tibio y resbaloso. Tu boquita
abriéndose en un chillido agudo y potente. Sé que te callaste, que al ratito de
apretarte contra mí te callaste. Y que percibí tu respiración con mi mano sobre
tu espalda.
He
repasado esos segundos intentando mantenerte cerca, pero también buscando
cualquier signo de que algo iba mal, cualquier indicio de lo que iba a ocurrir después.
Pero no los había. He llegado a creer que no había querido verlos, pero que los
indicios habían estado ahí. Pero ahora sé que mi instinto no me engañaba. Todo
estaba bien. Eras un bebé sano y gritón. Un bebé que no tenía por qué morir a
las pocas horas.
Una
enfermera te envolvió en una sábana y te llevó para limpiarte. Me dijeron que
descansara, que lo había hecho genial.
Yo
nunca había tenido un bebé, pero había acompañado a tu abuela cuando nació tu
tía Adela, la pequeña. Por eso me parecía raro que después de dos horas ubicada
en una habitación no te trajeran para que te diera de mamar. Estaba dolorida
pero feliz. Tu abuela, sentada a mi lado, me hablaba en un tono que hacía que
se me cerraran los ojos. Estaba cansada. Llevaba casi un día despierta. Por
eso, reconfortada por una medicación que me habían puesto con el suero, me fui
quedando dormida.
Cuando
desperté, dos o tres horas después. Tu abuela, seguía sentada a mi lado. Ya no
hablaba. Entre los dedos de las manos iba pasando las cuentas de su rosario.
Algo grave pasaba. Ella rezaba el rosario solo si algo la angustiaba.
—¿Qué
pasa, mamá?
—Cariño,
lo siento mucho…
Quise
incorporarme, pero un dolor agudo me atravesó el vientre.
—¿Qué
pasa, mamá? ¿Qué pasa?? —grité desesperada.
Una
enfermera acudió junto con una monja.
—Querida,
tienes que ser valiente —dijo una de ellas.
La
otra asentía en silencio, esperando que yo preguntara algo, supongo. Pero yo no
pregunté. Solo dije:
—No,
¡eso es mentira! ¡Mi bebé está perfectamente sano!
Lo
siento, repitió la del tocado de monja. Era una mujer mayor, el pelo canoso le
asomaba por debajo de la toga. Su cara estaba arrugada y no me miraba a los
ojos.
—Tiene
que ayudar a su hija, señora. Deben rezar por el alma inocente
—¡No!
—grité yo —¡Mentirosa! ¡Mamá, no les creas! ¡Mi niño está bien!
Las
dos mujeres se retiraron sigilosas, tal como habían llegado.
Mi
madre me abrazó y yo empecé a llorar como nunca lo había hecho. Lloré horas,
supongo. Mi madre no se movió de mi lado, solo me mecía de vez en cuando y de su
boca salía un “Shhh shhh” cuando mi
llanto crecía en intensidad.
—Quiero
verlo —dije después de mucho tiempo —quiero ver a mi bebé.
—No
creo que sea buena idea, cariño
—No
puedo dejarlo solo… Me necesita
—Cariño,
ya no puedes hacer nada por él…
Yo
sentía que la cabeza me iba a estallar. Debí insistir, debí exigir que me
mostraran tu cuerpo. Pero no lo hice. Me conformé con que me aseguraran de que
antes de meterte en tu cajita blanca te envolverían en la mantilla que con
tanto cariño llevaba meses tejiendo para ti. Antes le coloqué la cinta celeste
entrelazada alrededor de todos los bordes. Habíamos llevado cuatro metros de
cinta azul y cuatro rosa. En ese entonces no se conocía antes el sexo del bebé.
Entregué tu mantilla a la enfermera que me juró que se aseguraría de que te
envolvieran con ella. Y luego, me dejé morir.
Llevo
treinta años dejándome morir. Y ahora sé que si no me he muerto del todo es
porque este momento en que pudiera mirarte a los ojos y encontrar en ellos a
ese bebé peleón que no se estuvo quieto durante todo el embarazo y que chilló
como un campeón al nacer, tenía que llegar.
Querido
Carlitos. Quiero que sepas que, si no hubiera sido por la generosidad de tu
otra madre, nunca hubiera podido llegar a ti.
Al
principio, ella lo negó todo. Amenazó con denunciarme por acoso. Pero a los
pocos días me llamó al teléfono que le había dejado por si cambiaba de opinión.
No
hicieron faltas palabras. Solo me dijo que me esperaba en su casa.
Cuando
llegué, desenvolvió el contenido de una caja con dibujos infantiles, quitándole
el papel de seda que lo cubría. Era tu mantilla. Amarilleada en las puntas, la
cinta azul celeste algo raída. Pero era tu mantilla. La miré sonriendo y nos
abrazamos.
Ella
te quiere y siempre te ha querido. Yo también. Ninguna de las dos quisiéramos
hacerte daño. Tenemos, solo por eso, muchísimo en común. Por favor, no la
juzgues. Antes júzgame a mí, que dejé que te arrebataran de mi lado sin pelear.
Alfredo
Guarda
las dos cartas en sus respectivos sobres. Las ha recogido del buzón hace un par
de horas y las ha leído al menos cinco veces cada una. Primero creyó que era
una broma, después, que había entendido mal, por último, que estaban mintiendo.
Que por algún motivo su madre se había puesto de acuerdo con una desconocida
para hacerle creer semejante barbaridad. Porque todo esto es una enorme
barbaridad, se dice en el silencio de su casa. Por suerte, Laura y los niños
están pasando unos días en casa de los padres de ella. Ante ellos no podría
permitirse llorar como lo está haciendo. Dudar. Ponerse de pie, coger las
llaves del coche, volverlas a dejar sobre el mueble de la entrada, y sentarse
otra vez en el sofá. Buscar la última llamada a su madre en el móvil y estar a
punto de darle al botón de llamar, para terminar, dándole al bloqueo y ver la
pantalla oscurecerse.
Amalia
A
diez minutos en coche de Alfredo y su indecisión, una de sus madres desarma la
maleta que acaba de hacer. Ha decidido que un viaje no es suficiente para huir.
Revuelve en el armario del baño hasta encontrar esas pastillas que le recetaron
a su marido cuando el dolor se hizo insoportable. Quedan seis. Calcula que con
esas será suficiente.
Carmen
A
unas manzanas de la mujer de las pastillas, la otra madre de Alfredo se
apresura hacia su casa. Tiene un mal presentimiento. La mujer le ha mandado un
mensaje que es claramente una despedida. Un mensaje en que le ruega cuide de su
hijo. Sus pasos se suceden por la acera con toda la velocidad de la que es
capaz. Al fin llega ante la puerta de la casa. Toca el timbre. No hay
respuesta. No sabe qué hacer. Se apoya en la puerta, que cede. En un momento
está junto a la otra mujer. Está sentada a la mesa de la cocina mirando fijo un
frasco de pastillas que descansa sobre el mantel cuadriculado frente a ella.
Amalia, Carmen y Alfredo
Cuando
Alfredo llega a la casa de su madre después de horas de indecisión, encuentra la
puerta abierta. Un mal presentimiento estremece su nuca. Entra. Las dos mujeres
están sentadas en el sofá. La desconocida rodea con su brazo los hombros de su
madre.
—¿Qué
ha pasado, mamá? ¿Estás bien?
La
mujer sonríe. Las dos mujeres sonríen. Alfredo se arrodilla frente a ellas,
coge una mano de cada una y las apoya en sus mejillas. Las lágrimas descienden
por las manos envejecidas. Suaves la de su madre de siempre, rugosas las de su
nueva madre. Luego apoya la cabeza sobre sus regazos, y se deja acariciar el
pelo hacia uno y otro lado.
La mañana del día en que
María desapareció, se obligó a hacer la cama como si por la noche planeara
utilizarla. Cualquier pequeña modificación en su rutina podía llamar la
atención de Carlos, y no se sentía con fuerzas de dar explicaciones.
Carlos se despidió con un
beso automático sobre sus labios cerrados y le recordó llevar el traje al
tinte. Ella fantaseó una mañana más con prepararle el desayuno a Daniel y acabó
sentada en la que fuera su cama de adolescente, abrazada a una almohada que ya
no olía a él. Los posters en las paredes habían empezado a despegarse. Los
extremos parecían pesar demasiado para la capacidad adhesiva del celo que día a
día mermaba. Tal como lo hacía su propósito de resignarse y sobrevivir.
A Harry Potter se le
adivinaba solo medio rostro. El extremo suelto flotaba ocultando la mitad
izquierda, aunque dejando a la vista gran parte de la cicatriz sobre su frente.
La escoba sobre la que iba montado disparaba una nube tornasolada de gases y
toda su ropa se mantenía flotando a causa de la velocidad. No estaba segura de
si Harry sonreía o no. No llegaba a apreciarse ese detalle observando la mitad
de su boca que quedaba a la vista. Pero estaba segura, de que el chico estaba
feliz. Se le veía claramente en el brillo con que su único ojo descubierto la
miraba. Los ojos de Daniel siempre habían sido vivaces, sonrientes, engatusadores.
Con una mirada era capaz de ganarse un perdón o de negociar un castigo muy
inferior al que se merecía por sus trastadas.
Alrededor de Harry
Potter, en una ecléctica colección convivían personajes de videojuegos (de
algunos de los cuales María no conseguía recordar los nombres), los jugadores
de la selección levantando la copa en Sudáfrica, el logo de ACDC y dos entradas
amarillentas pinchadas con una chincheta sobre el poster de Muse.
María observó largamente
las paredes, volvió a acomodar el pijama debajo de la almohada y estiró la
cama. Luego caminó decidida hacia la puerta del cuarto, y tras echar un último
vistazo, salió, cerrándola tras de sí.
La mañana del día en que desapareció,
María pensó que tampoco le costaba nada acercar el traje de Carlos al tinte
antes de marchar. Lo pensó en forma mecánica. Acostumbrada como estaba a poner
siempre por delante de las propias, las necesidades ajenas. Pero más tarde,
cuando se vio en el espejo del ascensor, con su mochila cargada en la espalda y
la funda con el traje de Carlos doblada sobre el antebrazo, se dio cuenta de lo
absurda que podía seguir siendo aún. Entonces, salió a la calle y lo dejó caer
dentro del primer contenedor que encontró. Allí también dejó caer sus
esperanzas de que Carlos la comprendiera. Él había asumido lo de Dani poniendo
su vida en piloto automático. Haciendo las cosas que había que hacer, día a día
y sin levantar la cabeza para mirar más allá. Y hasta había conseguido
embarcarla en aquella ola casi cómoda en que se movía. Del trabajo a casa, de
casa al trabajo. Qué hay de cenar y que descanses como único vocabulario
necesario para sobrevivir.
Y si sobrevivir fuera la
opción, ella casi estaría dispuesta a seguirlo y aceptar ese modo tan primitivo
de hacerle frente a la realidad. Pero ella llevaba muerta varios meses. Ya no
había tiempo para intentar sobrevivir.
Su cadáver yacía en algún punto de la A6 sentido A Coruña, entre la
salida 119 y la 121. Y ya era hora de ir a recogerlo y ofrecerle una sepultura
digna.
En varias ocasiones,
había intentado convencer a Carlos de que algo tenían que hacer. Que las cosas
no podían quedar así. Que no había olvido posible en todo el mundo como para
borrar los recuerdos de aquella noche fría de enero. Pero Carlos solo sabía
decir que seguir hurgando en lo ocurrido no haría más que terminar de
destruirlos. Que lo que tenía que hacer era consultar a un sicólogo que la
ayudara a transitar el duelo, que Dani estaba muerto, y que eso nada podría ya
remediarlo. “Mu-er-to” lo decía así, casi con fruición. Como si pronunciarlo letra
a letra le ayudara a digerirlo. María, en cambio, cuando tenía que mencionar la
ausencia de su hijo hablaba de que se había ido o, en la mayoría de las
ocasiones, de que se lo habían arrebatado.
Dani se había marchado y
la muerta era ella. Cada noche al acostarse, percibía el frío de la madrugada
en el aire. El rocío helado estacionándose sobre su cuerpo rígido. El ulular de
algún ave nocturna, y el cimbreo de los automóviles pasando por la autovía regularmente.
En dirección A Coruña, los más próximos. En dirección Madrid, aquellos cuyos
neumáticos sonaban en los carriles más apartados. Si abría los ojos, veía el
firmamento cargado de estrellas, justo antes de que empezaran a caer los
primeros copos. Percibía cómo se posaban sobre sus dedos rígidos, sobre su
nariz, sobre el pelo enredado en la maleza del arcén.
Por eso, cuando Carlos se
metía en la cama y se acercaba a ella con una intención que cada vez se repetía
con más frecuencia, ella estaba helada, recostada a cielo abierto, a muchos
kilómetros de aquel piso que compartían en Madrid.
Carlos había intentado
convencerla de que la vida continuaba y de que con o sin hijo, seguían siendo
una pareja. Ella no se había molestado en hacerle entender que una muerta no
necesita arrumacos ni refugios del tipo de los que él buscaba y ofrecía. Al final,
él se había cansado de procurar franquear una frontera demasiado alta e
inamovible. No digas que no te lo advertí, había amenazado en alguna ocasión.
María ni siquiera se había interesado por averiguar qué se escondía detrás de
esas palabras. No mucho tiempo después
supo que su marido tenía una amante.
La mañana del día en que
María desapareció, Carlos había quedado a comer con Cecilia. Quedar a comer
significaba restaurante, charla y hotel. No necesariamente en ese orden.
Desconectaba el teléfono, no porque María fuera a llamarlo, nunca lo hacía,
sino para que no lo molestaran desde el trabajo. Entonces, se introducía en la
burbuja Cecilia, en su mundo de aceites aromáticos, caricias sin medida,
confesiones hilvanadas con sus pechos suaves apretados contra la espalda.
Cecilia era refugio y contención. No le exigía hablar si no le apetecía. Se
podía quedar horas acariciando su espalda sin esperar que él se girara y le
dijera que la quería. Porque sabía que él no la quería de ese modo en que se
quiere cuando se pronuncian esas palabras en la penumbra. Ella sabía que él la
quería de otra manera. Y no esperaba palabras cariñosas, ni romanticismo al
uso. Solo esperaba que de vez en cuando le apretara la mano con que acariciaba
su pecho, y le preguntara que qué tal iban sus cosas. Con eso se conformaba. Y
Carlos jamás había estado con alguien que se conformara con tan poco. A veces,
eso lo hacía sentir un poco culpable. Pero le tranquilizaba pensar que jamás
había prometido a Cecilia algo que no podía ofrecerle. Que siempre había sido
claro con ella.
La mañana del día en que
María desapareció, Cecilia revisó su bolso varias veces antes de salir de casa.
Siempre lo hacía cuando planeaba encontrarse con Carlos. Maquillaje para
aplicarse a último momento. Su perfume bueno. El aceite con aroma a sándalo (el
preferido de Carlos), los pendientes que no se colocaba antes de salir porque
no quería que su madre sospechara que esa reunión de trabajo que la traería
tarde de regreso, no era real. Cada encuentro con Carlos aparejaba un ritual
previo de cuidados inusuales. Depilación, gel con sales del mar muerto, esponja
exfoliante, crema hidratante con cacao, mascarilla para el pelo y ropa interior
especial. Sabía que él no lo notaba. O al menos jamás lo mencionaba. Pero alguna
vez había dicho que le gustaba que tuviera la piel tan suave, y eso le bastaba
para seguir concienzudamente todo el protocolo de cuidados. Sabía, él se lo
había dicho, que Carlos no podía ofrecerle más que esos encuentros, demasiado esporádicos
para su gusto, pero ella, sin poder evitarlo, se ilusionaba cada vez que él,
boca abajo en la cama, le pedía sus masajes especiales.
La mañana del día en que
desapareció, María echó a andar hasta Atocha sin esperar el autobús que podía
acercarla. No le apetecía aguardar. Cualquier cosa que la detuviera, dejaba
abierta la puerta a reflexionar y ya no quería hacerlo. La decisión estaba
tomada. No había ya, nada que pensar. Presentó su carnet de conducir y su
tarjeta de crédito en la agencia de alquiler de coches y pronto estuvo al
volante de uno de gama económica. Sin coberturas extras ni caja automática. No
las necesitaba. Puso en el navegador la dirección que su abogado le había proporcionado
a regañadientes.
— María, sabes que no es
buena idea que te pongas en contacto con esta persona…
— Tranquilo, Juan. No lo
haré —mintió con una tranquilidad abrumadora. Ni ella misma se reconocía. Desde
que estaba muerta, no medía las consecuencias de sus actos. No tenían ninguna
importancia, porque no había vida que pudieran arruinar.
Centrada en las
indicaciones de la monótona voz, pronto estuvo en la M40 a punto de coger la
A6. Pensó en aquella madrugada en que habían hecho ese camino con el corazón en
un puño, luego de la llamada que les había sacado para siempre del mundo
relativamente ideal en el que vivían. María sabìa que aquel mundo no era ideal,
tenía muchos agujeros tapados por alfombras lujosas, pero al lado de lo que
quedó de él después de aquella noche, podía llevar con bastante dignidad el
calificativo.
Dos horas y catorce
minutos hasta llegar a la dirección del pueblo de Valladolid que había
informado como destino. Dos horas y catorce minutos para empezar a voltear el
mundo que estaba del revés desde que Dani… Desde que le habían arrebatado a
Dani, se corrigió de inmediato.
Hasta el túnel de
Guadarrama hizo un esfuerzo por centrarse en la conducción. En los límites de
velocidad cambiantes. En mantenerse en el carril correcto y tener controlados
los coches que iban delante, los que la seguían, con rápidos vistazos a los
retrovisores, los que la sobrepasaban excediendo la velocidad recomendada en el
tramo de concentración de accidentes.
Los accidentes se habían
concentrado en su vida desde la noche en que recorrió los ciento y pico de
kilómetros hasta aquel arcén oscuro en que decidió tumbarse mirando el cielo
para siempre.
La mañana en que María
desapareció, a las 10:45 estaba transitando por el túnel de Guadarrama. El
tramo de penumbra entre el soleado día de Madrid y la neblinosa mañana de
Segovia, fue su última oportunidad de abortar el plan. Dos o tres minutos
durante los cuales el túnel no parecía tener salida, y luego, la luz, al final.
Sabía que apenas unos kilómetros después había un cambio de sentido. Pero al
pasar a su lado aceleró para alcanzar los 120 kilómetros por hora que le
habilitaban el cartel.
Pagó el peaje sin
enterarse de cuál era el importe. La
salida 119 estaba cerca. Sabía que transitar ese trecho iba a ser duro. Puso la
radio a todo volumen e intentó no mirar hacia los lados. Tenía que llegar a
Valladolid. Eso era lo más importante.
La mañana del día en que
María desapareció, Luciano Guerra se despertó a las seis. Hacía meses que no
lograba conciliar el sueño con fluidez. Despertar significaba volver a ser
consciente de quién era y de lo que había hecho. Es cierto, no había sido su
intención. Pero eso no alivianaba ni un gramo la culpa que lo aplastaba contra
el suelo, obligándolo a arrastrar los pies y transitar por la casa como si
estuviera cargando una gran roca sobre la espalda. Si hubiera una pastilla que
le permitiera olvidar y borrar los últimos diez meses de su vida, sin duda la
tomaría. Aunque tuviera los peores efectos secundarios. Aunque junto con eso
olvidara quién había sido. Tampoco le servía de nada saberlo. Porque ya no era
quien había sido. Y nunca volvería a serlo.
Podría no haber bebido,
se recordó. Como si necesitara recordarlo. Como si no fuera un pensamiento que
en todo momento revoloteaba a su alrededor. Se posaba sobre su nariz, sobre el
dorso de la mano, sobre el hombro, otra vez sobre la nariz, y no había forma de
espantarlo, ni de aplastarlo, ni de obligarlo a salir volando por la ventana.
Cuando el timbre de su
puerta sonó, llevaba más de seis horas sentado en el sofá mirando la televisión
apagada. No esperaba a nadie y el sonido lo sobresaltó. Recién entonces fue
consciente de que tenía el mando en una mano y que no había dado al botón de
encendido.
El día en que María
desapareció, eran las 13:53 cuando Luciano Guerra se puso en pie y arrastrando
sus zapatillas de paño transitó hasta la puerta. Su ojo derecho descubrió a una
mujer bien vestida, cargando una mochila en la espalda y algo mucho más oscuro
y denso en la mirada. Tenía las manos metidas en los bolsillos de su abrigo
largo y miraba decidida al frente. Antes de que Luciano decidiera qué haría con
ella, ya estaba otra vez apretando el timbre con el índice. Articulando todo el
peso de su cuerpo sobre él.
Luciano abrió la puerta.
María lo miró a los ojos. No reparó en su aspecto descuidado, solo en su
mirada.
—Soy María, la madre de
Daniel ¿puedo entrar?
Luciano se hizo a un lado
invitándola a pasar. Luego cerró la puerta y la precedió hasta el salón. Quitó
los kleenex acumulados sobre la mesa y la invitó a sentarse en el sofá.
En el fondo siempre había
sabido que este encuentro tarde o temprano se produciría. Si María no hubiera venido,
él habría ido a buscarla. Por eso tampoco se sorprendió cuando María sacó de la
mochila un arma y la colocó sobre la mesa baja, justo delante del sofá donde se
habían sentado. Uno en cada punta, mirándose de frente.
El día en que María
desapareció, eran más de las seis de la tarde cuando Carlos descubrió que tenía
dieciocho llamadas perdidas de su amiga Isabel.
Acababa de dejar a Cecilia en su estación de metro y revisó
automáticamente el teléfono antes de arrancar el coche para regresar a casa. La
voz de Isabel al atenderlo fue suficiente como para saber que algo terrible,
otra vez, sí, otra vez, se cernía sobre su vida. O tal vez, era el mismo algo
terrible que llevaba diez meses persiguiéndolo.
Eran las seis y cuarto de
la tarde del día en que María desapareció cuando Cecilia envió su acostumbrado
Whatsapp post encuentros a Carlos. “Ya te echo de menos. Ha sido fantástico”.
Un aspa, dos aspas. Sabía que Carlos no lo leería hasta días después y que no
le contestaría, pero no podía evitar alargar el ritual unos minutos más
mientras su metro atravesaba las entrañas de Madrid. Luego, sacó del bolso una toallita
desmaquilladora y se la pasó por el rostro, ignorando las miradas intrigadas de
algunos compañeros de vagón. Tenía que quitar todo rastro que pudiera
delatarla. Su madre no debía sospechar de sus escapadas. No estaba lista para
dar explicaciones. Nunca lo estaría. Estaba tan controlada, tan sobreprotegida
desde que ocurriera todo, que prefería mantener a su familia al margen de su
vida real. Prefería que la siguieran viendo con compasión, la pobre niña que
había perdido a su novio de toda la vida en un accidente de tráfico, la pobre
niña que no conseguía recuperarse de su dolor, la pobre niña a la que había que
tener bajo control para que no cometiera locuras. Carlos hubiera sido
catalogado de locura sin duda. Carlos hubiera podido ponerla a las puertas de
una clínica psiquiátrica en cuanto supieran quién era. Carlos y su perfume
tibio y consolador. Carlos y esa forma tan profundamente familiar que tenía de sonreír cuando algo le
gustaba mucho. Carlos, que tenía en la espalda exactamente los mismos tres
lunares que Dani. Hombro derecho, hombro izquierdo, nalga derecha. La
constelación que una y otra vez unía con los dedos empapados de aceite con
aroma a sándalo.
La tarde del día en que
María desapareció, Luciano le ofreció un café, como si no hubiera un arma sobre
la mesa baja, y ella le dijo que no necesitaba un café, que él sabía lo que
necesitaba. Entonces Luciano se derrumbó. Habló y habló sin parar. De su
infancia, de un padre estricto, del hermano que murió de meningitis, de sus
sueños, de su boda soñada y de su divorcio de pesadilla. Se desnudó ante ella
hasta llegar a la noche en que había cogido el coche después de beber dos
whiskies y tres tequilas en un tugurio de Madrid. Solo. Después de deambular
por Huertas tras una cita fallida con aquella mujer de una página de contactos.
Había bajado a Madrid
para conocerla, pero ella lo había dejado plantado. O tal vez, lo había visto
desde lejos y había decidido que no quería seguir adelante. Después de semanas
volviéndolo loco por chat. Después de haberle hecho creer que enamorarse otra
vez era posible.
Luciano habló de
aquella madrugada oscura en que cogió la
A6. Solo recordaba la neblina. O tal vez la neblina fuera un agregado de su
mente sobre los recuerdos. Porque los recuerdos eran apenas unos flashes.
Imágenes sueltas. Recordaba haber atravesado el túnel. Siempre le inquietaba
atravesar el túnel de Guadarrama. No se veía el final durante varios minutos y
eso le provocaba angustia. Una angustia que nunca se aliviaba por completo al
salir al exterior. Como tampoco cedía en ningún momento el peso que le apretaba
las vísceras y se las revolvía desde aquella madrugada en la A6.
María quiso saber qué
había pasado después. Cómo había sido capaz de dejar a su hijo tirado en un
arcén, los neumáticos de su moto volcada girando inútilmente. Por qué no había
estado a su lado dándole una mano antes de morir. Por qué había tenido que
hacerlo solo, lejos de casa y sin que alguien intentara hacerle más llevadero
el tránsito.
A Luciano, que nunca se
le había ocurrido que morir podía ser más dulce si se hacía en compañía,
comenzó a llorar aunque ya no tenía kleenex y se puso de rodillas ante María
ofreciéndole el arma.
—Hazlo —le suplicó —sé
que tú no me dejarás morir solo. Que me acompañarás hasta que me desprenda de
tu mano.
María no sintió
compasión, sino más rabia aún. Hubiera preferido que el hombre la desafiara,
que la echara de casa, que cogiera la pistola y la amenazara con ella. Que la
obligara a salir de su vida y dejara de darle explicaciones, que no activara
esos mecanismos que hacían que empatizara con él. Que le permitiera verlo como
el asesino de su hijo y no como un hombre destrozado, en pijama y con barba de
días llorando a sus pies.
A las cinco menos diez de
la tarde del día en que desapareció, María salió de una casa de pueblo en
Valladolid y decidió no coger el coche de alquiler que había dejado aparcado en
la puerta. Había llegado a un punto en su plan en que ya no podía dejar
huellas. Era hora de levitar, de esfumarse, de hacer que quienes procuraran
encontrarla, no lo consiguieran.
Caminó hasta la estación
de autobuses y cogió uno que la llevara a la ciudad. En Valladolid iba a ser
más sencillo diluir sus huellas, cortar el rastro de migajas que había ido
dejando tras de sí, y rematar el plan.
El plan no había salido
tal como esperaba. Apretó el arma que llevaba en el bolsillo de su abrigo largo
pensando que también era necesario a veces saber improvisar. Pero que algunas
cosas no hubieran funcionado tal como las había previsto, no quería decir que
tuviera que cambiar el rumbo. Retomaba la senda, e iba a llegar al final tal
como lo había planeado.
Lo de hacer autostop
siempre le había parecido algo peligroso. Cuando estaba viva, claro. Ahora, que
ya no había nada peligroso, combinó dos camiones y una furgoneta que la dejaron
muy cerca del kilómetro 119. Procuró hablar con acento extranjero, sólo lo
imprescindible y no se sacó las gafas de sol en ninguno de los trayectos, a
pesar de que ya había empezado a anochecer.
Encontrar el sitio exacto
era muy fácil. Su propio cadáver llevaba allí diez meses. Ubicó la curva, el
lugar preciso donde las ruedas de la moto habían derrapado. El quitamiedos aún
abollado, el declive en la superficie, el matorral donde la sangre derramada
era una mancha oscura e indescifrable.
Guardó la linterna en la
mochila, sacó la pistola y se recostó mirando el cielo. Esperando a que se
hiciera noche cerrada.
La noche del día en que
María desapareció, Carlos esperaba a ser atendido en comisaría junto a una
llorosa Isabel. Tanto habían insistido en que era necesario encontrar a María
antes de que cometiera cualquier locura, que habían decidido volver a tomarles
declaración para ampliar la denuncia que habían asentado a las siete y cuarto
de la tarde.
María había dejado el
móvil en casa, las persianas bajas, la comida de los peces flotando en la
pecera y una nota en que pedía que no la buscaran.
Isabel se había dado
cuenta de que algo raro le pasaba cuando la noche anterior se había despedido
de ella como si nunca más fueran a verse. Había pasado toda la mañana
insistiendo en el teléfono hasta que había decidido hacerle una visita. Isabel tenía
llaves de la casa. Se las habían dejado hacía tiempo por si alguna vez se
quedaban fuera. Carlos ni lo recordaba. Pero aquella nota, con la prolija letra
de María sobre la mesa de la cocina había activado todas las alarmas.
Isabel estrujaba la manga
de su sudadera mientras intentaba no llorar. Tenía que apoyar a Carlos. Mientras,
Carlos pensaba en Cecilia. En que tal vez María se había enterado de todo y que
por eso…
La noche en que María
desapareció, Cecilia no podía conciliar el sueño, como siempre le pasaba
después de estar con Carlos. Por eso, cuando el teléfono sonó y vio su nombre
en la pantalla sintió una repentina alegría. Efímera, como todo lo bueno que
podía llegar a pasarle. Carlos lloraba, como había llorado Dani aquella noche
de invierno en que le dijo que tenían que darse un tiempo. Como aquella noche
de invierno en que lo vio coger la moto y acelerar antes de llegar a la
avenida. Como aquella noche de invierno en que Dani, sin saber por qué, decidió
coger la A6, queriendo escapar de todo, sin pensar hasta dónde quería llegar.
Mi madre no suele tener
razón. A menudo pienso que quien la ha hecho una persona tan aprensiva ha sido
mi abuela. De ella ha heredado ese temor permanente, ese predecir en todo
momento las peores desgracias para mí o para mi hermano Juan.
De pequeños, bastaba
con que nos dijera un simple “sigue haciendo el tonto y te caerás”, para que
termináramos en cuestión de segundos, de bruces en el suelo.
Hacer el tonto podía
ser andar por el bordillo un pie tras otro o subir las escaleras de dos en dos.
Cualquier cosa que se saliera de ir de su mano caminando como niños adultos por
la calle, era para ella hacer el tonto.
Recuerdo aquella tarde
en que mi padre me trajo de regalo ese deseado juego de porcelana con que
soñaba darles el té a mis muñecas. Aún antes de abrir el paquete, ella dijo: “Despacio,
que se te va a romper”. Yo rasgué el papel ansiosa, y allí estaba. La caja de
cartón tenía una tapa de papel celofán que me permitió ver el juego en todo su
esplendor. Seis tacitas perfectas con sus asas para dedos de muñecas, sus seis
platitos a juego con un dibujo de flores y arabescos, la azucarera con su
diminuta tapa y por supuesto, la tetera. La pieza fundamental del juego. Con
ese pico contorneado por donde ya veía yo salir el humo del té caliente y esa
asa con forma de corazón en la que sí cabían mis dedos que apenas tenían cinco
años y que jamás habían tocado semejante lujo de vajilla. Abrí la caja con
reverencia, después de darle un abrazo agradecido a papá y él me sonrió como
siempre lo hacía cuando mamá no estaba cerca. Pasé mis dedos nerviosos sobre la
suave porcelana, y de inmediato sentí el impulso de coger la tetera. Allí mamá
intercaló su segunda advertencia: “Deja que la coja yo, que tú eres tan torpe
que la tirarás”, pero yo no quise. El juego era mío, tenía que cogerla yo. Fue tenerla entre los dedos y que empezaran a
temblar. Primero la tapa cayó en cámara lenta haciendo una elegante pirueta en
el aire para hacerse añicos a mis pies. Para que a continuación, en la misma
confusión del momento terminara bajando la mano que sostenía la tetera hasta
hacerla golpear con el borde de la mesa. Ya no tenía una tetera, sino dos,
tres…. Quince trocitos de porcelana que recogí con reverencia y lágrimas en los
ojos. Mi madre espetó su típico “Te lo dije” y mi padre intentó atajar el
inconsolable mar que me inundaba los ojos prometiéndome que la pegaríamos con
mucha paciencia y que quedaría como nueva.
La pegamos con mucha
paciencia, sí. Pero como nueva no quedó. Por orden de mi madre fue a parar a su
caja de la que no se me permitía sacarla, como tampoco a ninguna de las
delicadas tacitas con que yo soñaba montar una merienda inolvidable para mis
muñecas.
Allí quedó la caja, en
el estante más alto de la biblioteca. Solo se me permitía verla, que no
tocarla, de vez en vez.
Cuando insistía mucho a
mi madre para que me la bajara. Entonces lo hacía, sin confiarla a mis manos en
ningún momento y levantaba la tapa para que yo me “sacara el gusto”, así lo
decía. “Sácate el gusto y la vuelvo a poner en su lugar”. Entonces yo observaba
por unos segundos las tazas, los platitos alineados y brillantes, la azucarera
elegante y la tetera atravesada por un sinfín de cicatrices que solo me
recordaban mi torpeza.
No me atrevía ni a
acariciar la porcelana por temor a que bastara un roce de mis dedos para que
toda esa belleza acabara desparramada a mis pies. Mamá decía: “bueno, no tengo
todo el día para tonterías”, cerraba la caja, y la colocaba otra vez en el
estante más alto, dando por terminada mi visita.
Era como si yo tuviera
un régimen de visitas estipulado con mi vajilla de muñecas y no pudiera
acercarme a ella por períodos mayores a unos minutos y siempre bajo vigilancia.
Un régimen como al que
mi madre le impusieron para poder vernos cuando yo cumplí los catorce y Juan
los dieciséis.
Para entonces, Juan
pasaba de ella por completo y se negaba a asistir a esas absurdas entrevistas
en el punto de encuentro, bajo la supervisión de un asistente. Yo iba, porque a
pesar de todo, me daba un poco de pena mi madre. Y porque papá insistía en que
teníamos que verla, que seguía siendo nuestra madre y que se merecía respeto.
Cierto es que el punto de encuentro solo era un nombre, porque todo lo que allí
se vivía eran desencuentros. Reproches cruzados (si Juan iba nunca se quedaba
callado) o reproches unilaterales si yo iba sola y mi madre no hacía más que
echarme en cara que no hiciera nada por terminar con tanta injusticia. Ella, que
había dado la vida por nosotros, tenía que pedir ahora permiso para vernos.
Como si fuera a hacernos daño. Ahora sé que aunque yo no era consciente
entonces, la posibilidad de que nos hiciera más daño era muy grande. Y que las
estadísticas nunca fallan.
Que mis padres se
separaran era toda una novedad en aquella época. Pero que le dieran la custodia
a mi padre, salía de los cánones por completo. Las madres de mis compañeras me
miraban con pena y me preguntaban si me encontraba bien. “Pobre Amelia” las escuchaba
murmurar a mi paso. Amelia es el nombre de mi madre, y era evidente que la consideraban
la víctima de toda la situación.
No me sorprendía que
les hubiese llenado la cabeza detallando la injusticia a que estaba siendo
sometida sin contar la otra parte. Y la otra parte, aunque confusa, era para mí
la más dolorosa.
No era algo que hablara
con papá, lo veía tan agobiado que no me animaba a mencionarlo. Sí acaso de vez
en cuando con Juan, que no dudaba en reprocharme mi estupidez si se me ocurría
de algún modo justificarla.
Y es que Amelia, (así
la llamaba él, nunca “mamá”), había horadado mi seguridad hasta hacerme dudar
de lo que veían mis propios ojos. Y lo que veían o habían visto, era lo
suficientemente cruel como para querer borrarlo.
Juan no era delicado,
ni diplomático, ni tenía el más mínimo tacto. Pero era sincero. Y estaba
enfadado. Con razón, no lo niego. Pero yo no conseguía enfadarme así y él no lo
entendía.
Cierto era que desde
que me habían alejado de mi madre, mi salud había repuntado considerablemente.
Y que de ser la niña frágil y cenicienta que había sido, pasé a ser una
adolescente normal y saludable en unos pocos meses. El pelo, que había raleado
en mi cabeza comenzó a crecerme brillante, mi piel escamada se puso tersa, y
los músculos de mis piernas que habían llegado a hacer pensar a los médicos que
mi destino era una silla de ruedas, estaban haciéndose cada vez más fuertes.
Cuando mi madre me veía
entrar al punto de encuentro, sin mis muletas y caminando erguida y sonriente
me miraba como diciendo “Mira lo que te han hecho” pero se lo callaba.
Al tiempo, cansada de
sus constantes quejas, como Juan, dejé de ir a aquellos encuentros. Papá
intentó hacernos cambiar de opinión y nos dijo que le traeríamos problemas,
pero le rogamos que no nos obligara y finalmente accedió.
Han pasado cinco años
desde entonces. Ahora Juan y yo somos mayores de edad y nadie puede obligarnos
a verla.
De todo aquello, a mi
madre le tocó la peor parte. Supimos por mis abuelos que la habían ingresado en
un psiquiátrico. Cuando digo esto, Juan se enfada conmigo. La parte peor, dice,
no es la de ella.
Papá nunca levantó
cabeza ni supo deshacerse de la culpa con que terminó obligándose a cargar. Y
nosotros, hemos sobrevivido, que no es poco.
Hoy, de regreso de mi
última sesión con el psicólogo, que al fin me ha dado el alta, no puedo evitar
encaramarme en una silla para coger la caja que lleva años olvidada en el
estante superior de la biblioteca.
Una capa de tierra cubre
la superficie de celofán haciendo invisible el contenido. Soplo con fuerza y el
aire se llena de motas que van inundando la sala, flotando en el aire iluminado
por el atardecer que se cuela por la ventana.
– ¿Qué haces niña? – dice
mi padre desde su sillón sin imaginarse lo que me traigo entre manos.
Bajo de la silla de un
salto, sin plantearme una posible caída, y apoyo sobre la mesa la caja llena de
ayer.
Una a una voy sacando
las tazas, los platos, la azucarera y con reverencia cojo entre mis manos la
preciada tetera.
Todo es mucho más
pequeño de lo que recordaba. Pero su tacto es mágico.
Mi padre se acerca
curioso y su cara se ilumina cuando vislumbra mi tesoro sobre el mantel.
– Pero… ¿de dónde salió
esto? – pregunta con la mirada llena de nostalgia.
Juan llega de la
universidad y lo convenzo de que se siente
junto con papá a probar mi té. Allí esperan hasta que lavo cada pieza con
esmero, lleno la pequeña azucarera con azúcar, y la tetera con agua caliente.
Cierto es que el agua
empieza a escaparse por las grietas antes de conseguir rellenar las tres tazas,
pero no nos importa.
Reímos sin poder parar
y hablamos de cosas prohibidas, y brindamos
con tacitas de porcelana del tamaño de nuestros pulgares, que no tienen té, ni
leche, ni azúcar, pero están llenas, y no se rompen a pesar que las
entrechocamos una con otra innumerables
veces, y nos volvemos a decir, que después de todo, la tetera ha quedado como
nueva.
Rechazó el ofrecimiento mediante un gesto desdeñoso
de sus dedos, pero se quedó con la cerveza. María se encogió de hombros dibujando
un “como prefieras” entre las escápulas fruncidas.
Esa fue toda la conversación que conseguí sacarles.
Me quedé confuso, con los guiones de diálogo preparados y sin encontrar hueco
donde colocarlos.
Ella giró para regresar a la cocina. Eso me
obligaba a pensar rápidamente algo para hacerle hacer allí. Una cebolla,
decidí. Pelar cebollas siempre es un buen recurso. Ella llorará. El lector no
sabrá si debido al efecto irritante de la cebolla o a la indiferencia con que
él ha descartado su ofrecimiento. Eso me dará tiempo a pensar.
Se suponía que debían tener una discusión. Un
vuelco en la historia. Un intercambio memorable donde María le reprochara su enésima
infidelidad y Alejandro se viera obligado a tomar una decisión: ella o las otras.
Por eso, a pesar de que podía ser un poco
denigrante para María, la había obligado a acercarse al sofá llevándole una
lata de su cerveza preferida, para ofrecerle hablar. Quien tendría que haber
movido la primera ficha, era Alejandro. Pero qué podía pretender de un tío que
toda la vida no había mirado más allá de su propio ombligo, o de las faldas de
cualquier mujer que no fuera la suya.
Yo lo había creado así, ahora no podía
quejarme. Le eché un vistazo mientras ella pelaba la cebolla. Seguía tirado en
el sofá. Pensé que se me había ido un poco la mano con los rasgos negativos. No
tuve en cuenta que éstos con el tiempo se acentúan. Diez capítulos más y tendría
un irredimible hijo de puta.
En cambio, María… Ella era tan dulce y
comprensiva. Una mujer que había superado miles de problemas, y que merecía
algo mejor que un mamarracho con nombre de rey. En silencio, llevaba páginas enamorado
de ella.
Me acerqué a la cocina. María cortaba la
cebolla. Era tan delicada con todo lo que hacía. Imaginé esas manos, que
parecían bailar sobre la tabla de madera, acariciándome el pelo.
Contra todo pronóstico, ella no lloraba.
Canturreaba una melodía que me sonaba mucho, aunque no podía recordar qué
canción era.
Claro, cómo no te va a sonar si se la estás
haciendo canturrear tú, me dije. Apoyé los guiones de diálogo sobre la mesa.
Era evidente que no podría usarlos. Además, necesitaba mis brazos. Me acercaría
a María y la invitaría a bailar. Era un bolero. Lo que estaba cantando era un
bolero.
Puse mis manos sobre sus hombros. Ella siguió
entonando “Soy ese beso que se da sin que se pueda comentar. Soy ese nombre
que jamás fuera de aquí pronunciarás…”
Por más esfuerzos que hice, no conseguí que se
girara hacia mí. Ella no percibía mi presencia. Me odié por haber elegido un
narrador omnisciente y no uno protagonista o, aunque fuera, uno testigo.
Ella cogió la tabla y atravesándome la apoyó
sobre mis guiones de diálogo. Luego, se fue desvistiendo despacio, dejando un
reguero de ropa gris y desgastada hasta el baño. La escuché abrir la ducha
mientras seguía cantando “Soy el pecado que te dio, nueva ilusión en el amor…”.
En el cuarto descubrí su maleta llena sobre la
cama. No podía dejarla ir. Si lo hacía, escribiría su propia historia. Una
historia ajena a mí. Corrí hasta la sala. Sacudí a Alejandro por los hombros.
Él tampoco percibía mi presencia, y aunque la hubiera percibido, de nada hubiera
servido. Estaba muerto, con la lata de cerveza entre las manos. Tarde lo
comprendí todo.
Sentado en el sofá empecé a sollozar mi
fracaso. Las ruedas de la maleta sobre la tarima me alertaron de que era hora
de despedirme de María. La vi salir, radiante, con el pelo mojado y cerrar la
puerta con firmeza.
Me asomé por la ventana hacia la calle que yo mismo había creado para verla fundirse en un abrazo con un desconocido. Un personaje que yo nunca había puesto allí.