por pcollazo | Ago 17, 2023 | En pocas palabras, Premiados
Cuando
llegó junio mi hermana decidió que no saldría de la barriga de mamá. Que hasta
que no le pusieran un nombre de niña en lugar del ridículo Mateo con que la
llamábamos desde que empezó a dar patadas, y hasta que no desecharan esa
absurda ropa que mamá colgaba en el armario y le compraran un vestido con
muchos volantes, no contaran con ella.
Nueve
meses habíamos esperado y ella que no y que no. Que para eso no nacía.
Mamá
se enfadó mucho. ¿Pero qué se cree este niño? ¡Caprichoso desde antes de nacer!,
le decía a papá al volver del médico con igual diagnóstico: aún no habría parto.
Si desde tan pequeño le consentimos sus caprichos ¿qué ejemplo estamos dando a
su hermana mayor?, argumentaba señalándome con el mentón.
Yo,
que prefería que Mateo fuera una niña, estaba ansiosa por conocerla. Pero ella
se hizo rogar nueve meses más. Entrado marzo, mamá era toda barriga y apenas
podía caminar. Recién entonces claudicó y preguntó como al aire… ¿qué nombre os
gustaría que le pusiéramos a la niña? Yo aposté por Aitana, papá por María y al
final, al día siguiente nació mi hermana. Se llamó Libertad.
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por pcollazo | Jul 4, 2023 | Cuentos enredados, Premiados
La
frontera apareció en el salón de casa un jueves a la vuelta del colegio. ¿Y
esto que es?, preguntó mi madre cuando vio la montañita de unos diez
centímetros de alto atravesando la tarima nueva. Fue a por la escoba, pero por
más que barría, en cuanto acercaba el recogedor la montañita volvía a su sitio
y no había forma de quitarla.
Como
mi mamá siempre tiene mucha prisa, al final renunció a deshacerse de ella al
menos hasta el día de limpieza general que en casa es el sábado.
Por
eso los niños la adoptamos. Adoptar una frontera es bastante divertido. Por
ejemplo, tú puedes montar tu pista de fórmula uno del lado del mueble modular,
mientras que tu hermana monta su peluquería del lado del sofá. Es que el sofá
le viene bien como sala de esperas para sus clientas y los estantes bajos del
mueble te vienen bien a ti para montar los boxes. Todo arreglado. Además, la
frontera es muy fácil de pasar por encima. Basta con levantar un pie o dar un
saltito pequeño. Por eso, si te aburres de reparar coches y probarlos en la
pista, puedes ir a atender a la Señora Osa a quien tu hermana le está haciendo
un peinado moderno, mientras ella va a tu lado de la frontera a hacer alguna
prueba de motor.
Hasta
que no llegó la hora de la cena, mamá no volvió a acordarse de la frontera.
Pero cuando nos vino a decir que había que recoger para poner la mesa puso su
cara de “¿qué está pasando aquí?” y es que la frontera (supongo que a fuerza de
alimentarla con nuestros juegos) estaba bastante más alta. Aunque ni siquiera
nos llegaba a las rodillas. Mientras recogíamos, mamá fue otra vez a por la
escoba con igual resultado. La frontera se rearmaba en cuanto la barría.
Mamá
lo dejó porque papá estaba llamando a su teléfono. Así que se fue a la cocina y
luego, con cara de pocos amigos (así llama ella a la cara que se te queda por
ejemplo después de pelearte con tu hermana), dijo que cenaríamos nosotros
porque papá iba a llegar tarde.
Mi
hermana Elisa protestó porque a ella le gustan más los cuentos para dormir de
papá que los de mamá. Y yo le hice mi señal de dedo cruzado sobre la boca para
indicarle que se quedara calladita, porque (como dice mi abuela) “el horno no
estaba para bollos”.
Cenamos.
Para ir a ponernos el pijama ya tuvimos que cruzar la frontera levantando
bastante la pierna, nos llegaba más arriba de la rodilla.
Mamá
nos contó un cuento corto y triste, como hace siempre que está enfadada. Elisa
le pidió que no nos apagara la luz, como hace siempre que presiente que será
una noche de pesadillas.
Y
lo fue. Entre sueños escuché la voz de papá demasiado alta para ser de
madrugada y la de mamá diciendo “No sé si podré perdonarte algo así”. Me dormí
y soñé con que mamá dejaba de perdonarme cada vez que metía la pata. Cada vez
que contestaba mal o que me olvidaba de que tenía tarea, o cuando me encaprichaba
con que me comprara más chocolate en el super. Como mamá ya no me perdonaba mis
errores, ya había dejado de quererme. Eso me ponía muy triste.
Por
la mañana fue papá quien nos preparó el desayuno y dijo que mamá se había
tenido que ir pronto al trabajo. ¿Vosotros sabéis que es esto que vuestra madre
ha montado en el salón?, preguntó señalando sorprendido la frontera. A los
niños ya nos costaba cruzarla para ir a recoger las mochilas. Elisa le aseguró
que mamá no la había puesto allí, que había aparecido sola, pero papá la miró
sin creerle.
No
podíamos ponernos a discutir quién decía la verdad porque íbamos a llegar tarde
al cole, así que salimos corriendo.
Cuando
papá nos vino a recoger, supimos que algo raro pasaba. ¿No tenías que
trabajar?, le pregunté. Hoy, no, respondió cuando estábamos entrando en casa.
Nos quedamos de piedra cuando vimos la frontera, ya nos llegaba al mentón.
Entramos al salón y del otro lado de la montaña estaba mamá sentada en el sofá.
Papá nos tuvo que alzar por encima del montículo para que fuéramos a saludarla.
Mamá dijo que le dolía la cabeza y que se quedaría de ese lado de la frontera.
Que nos fuéramos al otro lado con papá y no hiciéramos demasiado ruido. Papá
volvió a auparnos para su lado y nos preparó la merienda.
La
frontera no solo había crecido en altura sino también en longitud. Ahora
atravesaba todo el pasillo dejando la cocina de un lado, nuestro cuarto del
otro y adentrándose en la habitación de mamá y papá. Como una serpiente
indomable se arrastraba por el suelo y al llegar a los pies de la cama subía
por encima del edredón dividiéndola en dos. Como también dividía en dos, y prácticamente
ocultaba, la foto que mamá y papá tenían sobre la cabecera. Era de su luna de
miel en Marbella, el atardecer en la playa estaba partido y el punto en que se
unían sus manos, oculto, por lo que solo se veía la mitad derecha de mamá y la
izquierda de papá. Playa aquí y allá, y del sol en el horizonte, ni la luz.
Estaba
claro que papá había intentado interrumpirle el paso a la frontera poniéndole
por delante sillas, libros, un ventilador de pie y la bicicleta estática. Pero
no había caso, pasaba por encima y dividía en dos cualquier cosa que se le
pusiera delante.
A
medida que pasaban las semanas, el crecimiento de nuestra frontera se
estabilizó, pero fue haciéndose más consistente. Los primeros días podíamos
cavar túneles y atravesarla sin esfuerzo, pero cada vez costaba más hacerlo.
Papá
había ideado un sistema de poleas con el que nos subía y nos bajaba del otro
lado porque ya tenía la cintura dolorida de tanto alzarnos. Mamá seguía
recluida de su lado y solo cruzaba la frontera subiéndose a una silla cuando
papá no estaba del suyo.
Toda
la casa se había vuelto oscura y triste ya que la luz de las ventanas quedaba
oculta en gran parte por la frontera y aún del lado en que le daba el sol
empezó a crecer musgo en su ladera. Todos sabíamos que era por todo lo que mamá
lloraba en silencio simulando que tenía resfríos monstruosos, alergias varias o
basurillas en los ojos.
Como
papá y mamá dormían separados por la frontera, ponían el despertador a
distintas horas y nos llamaban para ir al cole dos veces al día, o ninguna. Se
olvidaban de venir a recogernos o venían los dos y hacían como si no se vieran.
Elisa
estaba muy triste porque a las niñas las ponen tristes las fronteras. Eso me
dijo mamá un día que estábamos de su lado.
A
los chicos, en cambio, nos enfadan las fronteras. Eso nos dijo papá un día que
estábamos del suyo.
Así,
tristes y enfadados pasamos no sé cuánto tiempo. A veces papá asomaba la cabeza
por encima de la montaña y le decía a mamá que ya era hora de dejarse de
tonterías. Ella ni lo miraba y seguía viendo la tele.
Cuando
Elisa se pone triste hace locuras. En casa, eso lo sabemos todos. Por eso no me
sorprendió que una noche, en pijama y descalza, se subiera a la mesa alta, de
allí al respaldo de una silla y en dudoso equilibrio se erigiera como una
alpinista experta en la misma cima del pico más alto de la frontera.
Cuando
papá y mamá la vieron, uno de cada lado, le gritaron que se quedara quieta, que
ya iban a rescatarla, que podía caer y hacerse daño.
Pero
ella, ni caso. Se puso a la pata coja y desplegó la comba que tenía escondida
debajo del pijama.
—¡No!
—gritaron a dúo mamá y papá y por primera vez en meses hicieron algo juntos.
Elisa
siguió a lo suyo por lo que se abalanzaron sobre ella. Cada uno cogió una de
sus manos. Elisa sonrió y se quedó quietecita quietecita, como si estuviera
jugando a la mancha venenosa. Entonces, con los ojos a la altura de los
conejitos del pijama de Elisa, mamá y papá se miraron.
—Bájate,
cariño —pronunciaron a la vez. Y sonrieron.
Elisa
se mantuvo firme. No parecía dispuesta a bajar. Movió ambas manos juntando los
extremos de la comba y al hacerlo acercó los dedos de papá y mamá que se
rozaron. Se produjo una casi imperceptible chispa y la altura de la frontera
bajó considerablemente en el punto en que Elisa estaba de pie. Otro roce de
manos, otros veinte centímetros menos. Así hasta que ya no había altura
suficiente como para que Elisa corriera peligro alguno de caerse. Pero aun así
papá y mamá mantenían apretadas sus manos.
Aquella
noche Elisa y yo cenamos sentados sobre el desnivel de la frontera a
horcajadas. Como si nuestra montaña fuera un enorme dragón al que estábamos a
punto de domar. Papá y mamá, cada uno de su lado, pero juntos.
Llevó
varios meses conseguir que toda la frontera se debilitara y se dejara aspirar y
atravesar por el robot de limpieza. La que más costó que se quitase fue la zona
sobre la cama de mamá y papá. Pero una mañana de domingo corrimos a
despertarlos como siempre, Elisa de un lado de la frontera y yo del otro y no
pudimos creer lo que veíamos. Papá y mamá dormían abrazados en medio de la
cama. Y de nuestra caprichosa frontera, ni rastro.
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por pcollazo | May 27, 2023 | En pocas palabras, Premiados
A
mi mamá le brotó una mentira en el ojo derecho. Fue el día en que nos vino a
buscar al cole y dijo que papá se había tenido que ir de viaje. Al principio no
se le notaba casi. Como si se le hubiera corrido el rímel por haber llorado.
Pero mamá solo se maquilla para las bodas. Y llorar, casi nunca.
La
mentira fue creciendo y ahora le ocupa toda la mejilla. No se le ven patas, ni
cortas, ni largas. Pero cada vez que mamá dice que papá nos manda un beso y
cuelga sin pasarnos con él, le brilla un poco más.
Ella
la acaricia a veces, mientras estamos mirando la tele. Pero si le preguntamos qué
tiene ahí, se hace la tonta y dice que nada. Eso hace que le llegue al hombro.
A
la que no puede engañar es a la abuela Berta, que de mentiras sabe mucho. Y
cuando cree que no la escuchamos, le dice que cómo no se le cae la cara, y es
que las mentiras pesan un montón.
Hoy
al despertarnos hemos encontrado un hombre en calzoncillos en el baño. Mamá nos
ha dicho que es su primo del pueblo. Ahora la mentira ya le cuelga como una
larga cabellera, se enreda en los muebles y se asoma por las ventanas.
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por pcollazo | Abr 10, 2023 | Cuentos enredados, Premiados
Empezábamos
en septiembre. Llevábamos las capas al tinte, lustrábamos las coronas,
cepillábamos los camellos y zurcíamos a conciencia los sacos de transporte. A
mediados de noviembre empezábamos a recibir cartas e íbamos adelantando
trabajo. Por experiencia sabíamos que después había muchas de última hora, que
llegaban el mismísimo cinco. Eran unas semanas de vorágine, de no dormir más de
un par de horas seguidas, de quebraderos de cabeza para conseguir deseos
complicados con un presupuesto que había que estirar y repartir entre muchos.
Doblábamos
prendas que seguramente tendrían que ser descambiadas, armábamos paquetes
imposibles, escribíamos los nombres de los destinatarios e íbamos tachando los
terminados de la larga lista general. Eso siempre que en nuestra lista de
comportamientos anuales el receptor mereciera recibir regalo. De lo contrario
siempre teníamos a mano los pequeños sacos de carbón, que en realidad muy pocas
veces entregábamos, porque en general los interesados se redimían a último
momento y había que envolver de prisa y corriendo su regalo.
Después
de revisar y registrar cada pedido, pensábamos regalos adecuados para aquellos
que no nos habían hecho llegar el suyo. Eso era complicado, pero nos gustaba
mucho analizar costumbres, gustos y aficiones para encontrar lo mejor en cada
caso.
Alimentábamos
equilibradamente a nuestras monturas y entrenábamos a diario largas caminatas y
levantamiento de elevados pesos.
Planificábamos
recorridos, rutas rápidas, estudiábamos atajos, accidentes geográficos y
previsiones meteorológicas.
Los
últimos días nos poníamos a dieta. Sabíamos que después nos atiborraríamos de
turrón, roscón, galletas, polvorones y todo lo que hubiera sobrado de las
celebraciones navideñas. No podíamos defraudar a nadie y en cada casa había que
hacer los honores y comer, aunque fuera un poco.
A
pesar de que parecía que nunca lo haría, el gran día siempre llegaba. Nos
vestíamos con esmero, nos cobijábamos en nuestras capas y montados en los
camellos seguíamos la estrella arrastrando los sacos cargados de regalos.
Procurábamos
pasar desapercibidos y dejar los paquetes sobre los zapatos mientras todos
dormían, pero siempre había algún niño que nos veía desde un par de ojos
restregados a causa del sueño y la incredulidad. Y la ilusión de aquellas
caritas hacía que todo el esfuerzo valiera la pena.
Por
eso, desde que nos dijeron la verdad, echamos tanto de menos todo aquello.
Alguna vez teníamos que saberla, sí. Es ley de vida. Pero no por eso es menos
decepcionante. De un día para otro, un hermano mayor o un amiguete que nos saca
unos años y que ya tiene bisnietos, nos lo deja caer.
Al
principio no lo crees. ¿Qué los niños son los hijos? ¿Qué todas esas caritas
ilusionadas que nos esperaban cada año no existen? ¡Anda ya! Al principio no te
lo crees ¿Cómo va a ser verdad que no eres rey y menos que menos mago si
durante tantos años has estado comportándote como tal? ¡Pero si hasta en las
noticias aparecían las novedades sobre nuestros preparativos y nuestro viaje!
¡Si en cada ciudad nos recibían con grandes cabalgatas y emoción!
Que
no, te dicen. Es que los niños han querido mantenerte la ilusión. Porque no hay
nada más bonito que la inocente ilusión de un padre entregado.
Y
te quedas de piedra, y lloras un poquito procurando que no se note. Y te
preguntas qué harás el próximo 5 de enero por la noche, cuando ya no tengas que
andar de puntillas porque ya sabes que todo el mundo dejará de simular que eres
un verdadero rey.
Lustras
tu corona, llamas a tus hijos y les explicas cómo sacar mejor partido de un
presupuesto limitado, cómo alimentar correctamente a los camellos, cómo
organizar las cartas por zona geográfica y mantener el inventario de regalos
siempre actualizado. Cómo identificar el regalo perfecto para los que no envían
carta, y por último pones a su nombre el apartado de correos al que te ha
llegado la correspondencia durante toda la vida. Les entregas la corona y haciéndoles
todo tipo de recomendaciones, les dices que tienes un secreto muy importante
que contarles y les haces creer que ellos son los reyes. Te da un poco de pena
mentirles, pero la ilusión con que palpan tu capa de terciopelo y acarician los
camellos hace que sientas que estás haciendo lo correcto.
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por pcollazo | Mar 7, 2023 | Cuentos enredados, Premiados
Va
por la vida dejando caer migajas de pan. Un rastro nítido que siguen los
aprovechados de siempre para ofrecerle miles de productos. Colchones
viscoelásticos si busca “cómo sobrellevar el insomnio”, hoteles con encanto si consulta
“cómo reconquistar a tu pareja”, bridas de primera calidad, si en la barra de
Google teclea “cómo retenerla” y hasta conjuros de amor infalibles, si como
hoy, escribe en un intento desesperado “¿qué hago si todo lo demás ha
fallado?”.
Pero, cierto es que se ha cuidado muy bien de buscar información sobre venenos, armas letales, asfixias provocadas o sobredosis. Por eso no entiende cómo tiene en su salón a un tal Sherllock acompañado de un ridículo medicucho haciéndole miles de preguntas acerca de un asesinato que ni siquiera ha empezado a planear, cuya víctima, vivita y coleando, canturrea en la cocina mientras charla con su amante por WhatsApp como todas las noches.
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