Llegaba a casa con el corazón estrujado. Pero cada mañana lo planchaba con esmero para entregarlo en la siguiente guardia.
Hoy me han comunicado desde la Biblioteca Municipal de Villamalea, que mi nanorrelato «Médico» ha resultado finalista en su certamen «Con pocas palabras basta». Se trataba de escribir un relato de entre 10 y 20 palabras que tuviera como temática la pandemia de Coronavirus.
Muy agradecida al jurado y a la organización, que me ha tratado con mucho cariño.
Esto no es lo que hemos pedido, dijo ella cuando desenvolvió la sábana y vio la carita del bebé. El futuro padre espió sobre su hombro y coincidió. No estaban preparados para criar un niño como ese. Dudaron. Llevaban años esperando ese niño que sería la joya de sus vidas y ahora les traían algo así…
La cigüeña, que aguardaba en el alféizar los diez minutos de cortesía, deseaba que al fin estos lo aceptaran. Llevaba semanas tratando de ubicarlo sin éxito, y cada vez pesaba más. Pero el hombre abrió la ventana y depositó el bulto junto a sus zancas. El ave atravesó con su largo pico el nudo en los extremos de la sábana y levantó vuelo. Otro encargo que tendría que dejar en el barrio de chabolas.
Repurgió
sin precursorias. Los cabriolos se cruzariaron en la calzadora.
—¡¿Quenisque
te crees tú?!
—¡Yo
seo el tapazia de pesta callinga!
—¡Imparenosible!
¡El tapazia de pesta callinga seo yo!
De
custas paraboleas a las mandolias, un pasingo. Desde los balcanios la
vecindanga los alecintábamos. Uno cayose arredillolado. El otrorio intenturraba
patelearle redondeando tambaleósico.
Apareciorse
un cocherno. Los bocharrados se acayudaron. Desde los balconios los animalamos
a contunuriar, pero ya camintonaban abrazitados por la acerinda.
Dicepconados,
retomanimos nostras ocuperaciones. Fritonar pescochos, aspidorear, y los cantagruélicos
como yo, enfitonar las narices en la Lenguada Castellangona. Que vagosto se
acabora y estiramos pañalidades.
Sus zapatos. Era lo único que vería de él. No
le estaba permitido levantar la mirada. Cuando terminó de hablar con su padre,
se marchó. Tenía la voz ronca, y los pies más grandes que había visto nunca.
Los suyos, dentro de las bailarinas heredadas de su hermana Aissa, eran la
mitad de pequeños. Aún la echaba de menos y habían pasado tres años desde que
otros zapatos se la llevaran.
Cuando se quedaron solas, su madre dijo que el
momento había llegado. Una semana después de que, muy a su pesar, manchara de rojo
las sábanas por primera vez.
Mi madre no suele tener
razón. A menudo pienso que quien la ha hecho una persona tan aprensiva ha sido
mi abuela. De ella ha heredado ese temor permanente, ese predecir en todo
momento las peores desgracias para mí o para mi hermano Juan.
De pequeños, bastaba
con que nos dijera un simple “sigue haciendo el tonto y te caerás”, para que
termináramos en cuestión de segundos, de bruces en el suelo.
Hacer el tonto podía
ser andar por el bordillo un pie tras otro o subir las escaleras de dos en dos.
Cualquier cosa que se saliera de ir de su mano caminando como niños adultos por
la calle, era para ella hacer el tonto.
Recuerdo aquella tarde
en que mi padre me trajo de regalo ese deseado juego de porcelana con que
soñaba darles el té a mis muñecas. Aún antes de abrir el paquete, ella dijo: “Despacio,
que se te va a romper”. Yo rasgué el papel ansiosa, y allí estaba. La caja de
cartón tenía una tapa de papel celofán que me permitió ver el juego en todo su
esplendor. Seis tacitas perfectas con sus asas para dedos de muñecas, sus seis
platitos a juego con un dibujo de flores y arabescos, la azucarera con su
diminuta tapa y por supuesto, la tetera. La pieza fundamental del juego. Con
ese pico contorneado por donde ya veía yo salir el humo del té caliente y esa
asa con forma de corazón en la que sí cabían mis dedos que apenas tenían cinco
años y que jamás habían tocado semejante lujo de vajilla. Abrí la caja con
reverencia, después de darle un abrazo agradecido a papá y él me sonrió como
siempre lo hacía cuando mamá no estaba cerca. Pasé mis dedos nerviosos sobre la
suave porcelana, y de inmediato sentí el impulso de coger la tetera. Allí mamá
intercaló su segunda advertencia: “Deja que la coja yo, que tú eres tan torpe
que la tirarás”, pero yo no quise. El juego era mío, tenía que cogerla yo. Fue tenerla entre los dedos y que empezaran a
temblar. Primero la tapa cayó en cámara lenta haciendo una elegante pirueta en
el aire para hacerse añicos a mis pies. Para que a continuación, en la misma
confusión del momento terminara bajando la mano que sostenía la tetera hasta
hacerla golpear con el borde de la mesa. Ya no tenía una tetera, sino dos,
tres…. Quince trocitos de porcelana que recogí con reverencia y lágrimas en los
ojos. Mi madre espetó su típico “Te lo dije” y mi padre intentó atajar el
inconsolable mar que me inundaba los ojos prometiéndome que la pegaríamos con
mucha paciencia y que quedaría como nueva.
La pegamos con mucha
paciencia, sí. Pero como nueva no quedó. Por orden de mi madre fue a parar a su
caja de la que no se me permitía sacarla, como tampoco a ninguna de las
delicadas tacitas con que yo soñaba montar una merienda inolvidable para mis
muñecas.
Allí quedó la caja, en
el estante más alto de la biblioteca. Solo se me permitía verla, que no
tocarla, de vez en vez.
Cuando insistía mucho a
mi madre para que me la bajara. Entonces lo hacía, sin confiarla a mis manos en
ningún momento y levantaba la tapa para que yo me “sacara el gusto”, así lo
decía. “Sácate el gusto y la vuelvo a poner en su lugar”. Entonces yo observaba
por unos segundos las tazas, los platitos alineados y brillantes, la azucarera
elegante y la tetera atravesada por un sinfín de cicatrices que solo me
recordaban mi torpeza.
No me atrevía ni a
acariciar la porcelana por temor a que bastara un roce de mis dedos para que
toda esa belleza acabara desparramada a mis pies. Mamá decía: “bueno, no tengo
todo el día para tonterías”, cerraba la caja, y la colocaba otra vez en el
estante más alto, dando por terminada mi visita.
Era como si yo tuviera
un régimen de visitas estipulado con mi vajilla de muñecas y no pudiera
acercarme a ella por períodos mayores a unos minutos y siempre bajo vigilancia.
Un régimen como al que
mi madre le impusieron para poder vernos cuando yo cumplí los catorce y Juan
los dieciséis.
Para entonces, Juan
pasaba de ella por completo y se negaba a asistir a esas absurdas entrevistas
en el punto de encuentro, bajo la supervisión de un asistente. Yo iba, porque a
pesar de todo, me daba un poco de pena mi madre. Y porque papá insistía en que
teníamos que verla, que seguía siendo nuestra madre y que se merecía respeto.
Cierto es que el punto de encuentro solo era un nombre, porque todo lo que allí
se vivía eran desencuentros. Reproches cruzados (si Juan iba nunca se quedaba
callado) o reproches unilaterales si yo iba sola y mi madre no hacía más que
echarme en cara que no hiciera nada por terminar con tanta injusticia. Ella, que
había dado la vida por nosotros, tenía que pedir ahora permiso para vernos.
Como si fuera a hacernos daño. Ahora sé que aunque yo no era consciente
entonces, la posibilidad de que nos hiciera más daño era muy grande. Y que las
estadísticas nunca fallan.
Que mis padres se
separaran era toda una novedad en aquella época. Pero que le dieran la custodia
a mi padre, salía de los cánones por completo. Las madres de mis compañeras me
miraban con pena y me preguntaban si me encontraba bien. “Pobre Amelia” las escuchaba
murmurar a mi paso. Amelia es el nombre de mi madre, y era evidente que la consideraban
la víctima de toda la situación.
No me sorprendía que
les hubiese llenado la cabeza detallando la injusticia a que estaba siendo
sometida sin contar la otra parte. Y la otra parte, aunque confusa, era para mí
la más dolorosa.
No era algo que hablara
con papá, lo veía tan agobiado que no me animaba a mencionarlo. Sí acaso de vez
en cuando con Juan, que no dudaba en reprocharme mi estupidez si se me ocurría
de algún modo justificarla.
Y es que Amelia, (así
la llamaba él, nunca “mamá”), había horadado mi seguridad hasta hacerme dudar
de lo que veían mis propios ojos. Y lo que veían o habían visto, era lo
suficientemente cruel como para querer borrarlo.
Juan no era delicado,
ni diplomático, ni tenía el más mínimo tacto. Pero era sincero. Y estaba
enfadado. Con razón, no lo niego. Pero yo no conseguía enfadarme así y él no lo
entendía.
Cierto era que desde
que me habían alejado de mi madre, mi salud había repuntado considerablemente.
Y que de ser la niña frágil y cenicienta que había sido, pasé a ser una
adolescente normal y saludable en unos pocos meses. El pelo, que había raleado
en mi cabeza comenzó a crecerme brillante, mi piel escamada se puso tersa, y
los músculos de mis piernas que habían llegado a hacer pensar a los médicos que
mi destino era una silla de ruedas, estaban haciéndose cada vez más fuertes.
Cuando mi madre me veía
entrar al punto de encuentro, sin mis muletas y caminando erguida y sonriente
me miraba como diciendo “Mira lo que te han hecho” pero se lo callaba.
Al tiempo, cansada de
sus constantes quejas, como Juan, dejé de ir a aquellos encuentros. Papá
intentó hacernos cambiar de opinión y nos dijo que le traeríamos problemas,
pero le rogamos que no nos obligara y finalmente accedió.
Han pasado cinco años
desde entonces. Ahora Juan y yo somos mayores de edad y nadie puede obligarnos
a verla.
De todo aquello, a mi
madre le tocó la peor parte. Supimos por mis abuelos que la habían ingresado en
un psiquiátrico. Cuando digo esto, Juan se enfada conmigo. La parte peor, dice,
no es la de ella.
Papá nunca levantó
cabeza ni supo deshacerse de la culpa con que terminó obligándose a cargar. Y
nosotros, hemos sobrevivido, que no es poco.
Hoy, de regreso de mi
última sesión con el psicólogo, que al fin me ha dado el alta, no puedo evitar
encaramarme en una silla para coger la caja que lleva años olvidada en el
estante superior de la biblioteca.
Una capa de tierra cubre
la superficie de celofán haciendo invisible el contenido. Soplo con fuerza y el
aire se llena de motas que van inundando la sala, flotando en el aire iluminado
por el atardecer que se cuela por la ventana.
– ¿Qué haces niña? – dice
mi padre desde su sillón sin imaginarse lo que me traigo entre manos.
Bajo de la silla de un
salto, sin plantearme una posible caída, y apoyo sobre la mesa la caja llena de
ayer.
Una a una voy sacando
las tazas, los platos, la azucarera y con reverencia cojo entre mis manos la
preciada tetera.
Todo es mucho más
pequeño de lo que recordaba. Pero su tacto es mágico.
Mi padre se acerca
curioso y su cara se ilumina cuando vislumbra mi tesoro sobre el mantel.
– Pero… ¿de dónde salió
esto? – pregunta con la mirada llena de nostalgia.
Juan llega de la
universidad y lo convenzo de que se siente
junto con papá a probar mi té. Allí esperan hasta que lavo cada pieza con
esmero, lleno la pequeña azucarera con azúcar, y la tetera con agua caliente.
Cierto es que el agua
empieza a escaparse por las grietas antes de conseguir rellenar las tres tazas,
pero no nos importa.
Reímos sin poder parar
y hablamos de cosas prohibidas, y brindamos
con tacitas de porcelana del tamaño de nuestros pulgares, que no tienen té, ni
leche, ni azúcar, pero están llenas, y no se rompen a pesar que las
entrechocamos una con otra innumerables
veces, y nos volvemos a decir, que después de todo, la tetera ha quedado como
nueva.
Rechazó el ofrecimiento mediante un gesto desdeñoso
de sus dedos, pero se quedó con la cerveza. María se encogió de hombros dibujando
un “como prefieras” entre las escápulas fruncidas.
Esa fue toda la conversación que conseguí sacarles.
Me quedé confuso, con los guiones de diálogo preparados y sin encontrar hueco
donde colocarlos.
Ella giró para regresar a la cocina. Eso me
obligaba a pensar rápidamente algo para hacerle hacer allí. Una cebolla,
decidí. Pelar cebollas siempre es un buen recurso. Ella llorará. El lector no
sabrá si debido al efecto irritante de la cebolla o a la indiferencia con que
él ha descartado su ofrecimiento. Eso me dará tiempo a pensar.
Se suponía que debían tener una discusión. Un
vuelco en la historia. Un intercambio memorable donde María le reprochara su enésima
infidelidad y Alejandro se viera obligado a tomar una decisión: ella o las otras.
Por eso, a pesar de que podía ser un poco
denigrante para María, la había obligado a acercarse al sofá llevándole una
lata de su cerveza preferida, para ofrecerle hablar. Quien tendría que haber
movido la primera ficha, era Alejandro. Pero qué podía pretender de un tío que
toda la vida no había mirado más allá de su propio ombligo, o de las faldas de
cualquier mujer que no fuera la suya.
Yo lo había creado así, ahora no podía
quejarme. Le eché un vistazo mientras ella pelaba la cebolla. Seguía tirado en
el sofá. Pensé que se me había ido un poco la mano con los rasgos negativos. No
tuve en cuenta que éstos con el tiempo se acentúan. Diez capítulos más y tendría
un irredimible hijo de puta.
En cambio, María… Ella era tan dulce y
comprensiva. Una mujer que había superado miles de problemas, y que merecía
algo mejor que un mamarracho con nombre de rey. En silencio, llevaba páginas enamorado
de ella.
Me acerqué a la cocina. María cortaba la
cebolla. Era tan delicada con todo lo que hacía. Imaginé esas manos, que
parecían bailar sobre la tabla de madera, acariciándome el pelo.
Contra todo pronóstico, ella no lloraba.
Canturreaba una melodía que me sonaba mucho, aunque no podía recordar qué
canción era.
Claro, cómo no te va a sonar si se la estás
haciendo canturrear tú, me dije. Apoyé los guiones de diálogo sobre la mesa.
Era evidente que no podría usarlos. Además, necesitaba mis brazos. Me acercaría
a María y la invitaría a bailar. Era un bolero. Lo que estaba cantando era un
bolero.
Puse mis manos sobre sus hombros. Ella siguió
entonando “Soy ese beso que se da sin que se pueda comentar. Soy ese nombre
que jamás fuera de aquí pronunciarás…”
Por más esfuerzos que hice, no conseguí que se
girara hacia mí. Ella no percibía mi presencia. Me odié por haber elegido un
narrador omnisciente y no uno protagonista o, aunque fuera, uno testigo.
Ella cogió la tabla y atravesándome la apoyó
sobre mis guiones de diálogo. Luego, se fue desvistiendo despacio, dejando un
reguero de ropa gris y desgastada hasta el baño. La escuché abrir la ducha
mientras seguía cantando “Soy el pecado que te dio, nueva ilusión en el amor…”.
En el cuarto descubrí su maleta llena sobre la
cama. No podía dejarla ir. Si lo hacía, escribiría su propia historia. Una
historia ajena a mí. Corrí hasta la sala. Sacudí a Alejandro por los hombros.
Él tampoco percibía mi presencia, y aunque la hubiera percibido, de nada hubiera
servido. Estaba muerto, con la lata de cerveza entre las manos. Tarde lo
comprendí todo.
Sentado en el sofá empecé a sollozar mi
fracaso. Las ruedas de la maleta sobre la tarima me alertaron de que era hora
de despedirme de María. La vi salir, radiante, con el pelo mojado y cerrar la
puerta con firmeza.
Me asomé por la ventana hacia la calle que yo mismo había creado para verla fundirse en un abrazo con un desconocido. Un personaje que yo nunca había puesto allí.