por pcollazo | Sep 10, 2018 | Para locos bajitos, Premiados
– ¿Quién ha visto alguna vez
una nube del revés?
¿Se le verán las costuras,
o acaso alguna etiqueta
que ponga “lavar a seco”
y no planchar ni una vez?
¿Y quien se encarga en el cielo
de colgarlas como ropa?
¿Quién tiene pinzas tan grandes?
¿O acaso se cuelgan solas?
¿Quién ha hablado alguna vez
con la madre de un ciempiés?
La ciempiesa, lavadora
gigante debe tener,
para lavar calcetines
si cada nene usa cien…
¿Y quién le ayuda temprano
a atar cordones sin fin
cuando tantos ciempiecitos
van a la escuela infantil?
¿Quién se colgó alguna vez
con un clavo en la pared?
Para saber si se aburren
los cuadros, tan derechitos
¿o juegan al veo veo
si saben que no los ven?
¿Y no les hace cosquillas
el plumero en la nariz?
¿Cómo tienen que ingeniárselas
para no gritar atchís?
¿Quién ha invitado una vez
a un búho a tomar el té?
¿Es verdad que todo el cuello
giran a su alrededor?
Y si comen mermelada:
¿también les giran los pies?
¿Quién ha visto alguna vez
un perro que ladre en inglés?
¿Es verdad que ningún gato
se asusta cuando los ve?
¿Y que si mueven el rabo
no es que quieran festejar,
sino que se resfriaron
y están por estornudar?
¿Quién pregunta cosas locas
sin cabeza y sin pies?
¿Y quién quiere colgar nubes,
investigar lavadoras,
tomar el té con un búho ,
o colgarse en la pared?
¿Será esta rima traviesa
disparates en plural,
que se llama Preguntona
y quiere contigo jugar?
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por pcollazo | Jun 2, 2018 | Para locos bajitos, Premiados
A la hora de la siesta, mi hermano Roberto y yo, nos escapábamos al pantano.
Él escuchaba desde la ventana del patio y me daba su señal de pulgar en alto, cuando los ronquidos del abuelo indicaban que el primero de los semáforos se había puesto en verde.
Como yo era la mayor, a mí me correspondía vigilar al segundo y más complicado de los semáforos, el de la abuela. Con los pies en alto y sentada en el sofá, miraba la tele. Las noticias, el tiempo, una publicidad y a continuación la telenovela. Al principio el semáforo se ponía en un parpadeante ámbar a medida que los ojos se le iban cerrando y la cabeza se movía sin ton ni son sobre sus hombros. Al rato, la barbilla se le clavaba en el pecho y dejaba de dar dubitativos saltos. Los ojos se cerraban por completo, y emitía un sonido de tren antiguo entrando a la estación con cada exhalación. El semáforo se había puesto en verde. Era el momento. Entonces era yo quien levantaba el pulgar y Roberto salía disparado por el pasillo hasta la puerta de calle. A los dos segundos ya le pisaba yo los talones. Sólo cruzábamos una cómplice mirada, y a veces ni eso, para no perder tiempo. Lo importante era correr atravesando el prado de Doña Paca sin que los perros ladraran.
El pantano era la extensión de agua más grande que nuestros ojos habían visto jamás. Es que todavía no conocíamos el mar, claro. Así que para nosotros, el pantano era el mar. No tenía olas, apenas unas dubitativas ondas si soplaba viento del norte. Pero eso nos bastaba y sobraba. Era nuestro paraíso secreto.
Aquella tarde, la tarde en que apareció Jacinto, como siempre, estábamos solos. Habíamos llegado corriendo, con el aliento tan metido dentro del pecho que nos sentamos en las rocas de la orilla para intentar recuperarlo absorbiendo grandes bocanadas de aire.
Roberto reía sudoroso y sus mejillas rojas me recordaban las manzanas del huerto del abuelo. Apenas podíamos hablar, como si nuestras voces hubieran quedado atrás en la carrera y necesitáramos esperar un rato hasta que nos alcanzaran.
Estábamos desatándonos las zapatillas cuando Roberto empezó a chillar señalando al pantano. De inmediato miré y si no hubiera estado sentada, me hubiera caído. Un bicho muy muy raro (lo llamo bicho porque en ese momento yo no tenía idea de lo que era) nos miraba desde la orilla con cara de timidez. Era gris, todo gris y parecía hecho de goma. Asomaba su cabeza alargada y su nariz puntiaguda desde el agua. Se movía para mantenerse a flote, y sonreía. Sí, aunque pueda pareceros una locura, sonreía. Es que lo que asomaba no era su nariz, sino su boca y estaba llena de unos parejos y brillantes dientes, como si recién hubiera salido del dentista. En la aleta que tenía sobre la cabeza, llevaba colgada una bolsita y nos la mostraba graciosamente haciéndola girar, como indicándonos que era para nosotros.
Olvidados ya de quitarnos las zapatillas y la ropa nos adentramos en el agua tal cual estábamos. La abuela nos pondría de vuelta y media cuando viera nuestras ropas mojadas, pero nos daba igual. El animalito era tan simpático y encantador que daban ganas de achucharlo como un peluche. Roberto le acarició la cabeza, y el bicho correspondió con unos soniditos de satisfacción. Tenía un agujero en la parte superior del cuerpo desde donde aparentemente respiraba. Yo cogí la bolsa que tenía colgada de la aleta y comprobé que dentro había una nota.
“Soy Jacinto, el delfín. ¿Jugáis?”
– ¡Un delfín! – exclamé dando saltitos- ¡UN D E L F Í N ¡
Roberto ya se había acomodado sobre su lomo y Jacinto lo llevaba surcando el estanque mientras mi hermano no paraba de reír.
Tuve que esperar un buen rato hasta que regresaran. Un buen rato que empleé en pensar. Sí, porque yo necesito tiempo para pensar las cosas. ¿No eran los delfines animales de agua salada? ¿Qué hacía Jacinto en nuestro pantano? ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Dónde estaba su familia? ¿Qué íbamos a hacer con él? ¿Cómo convenceríamos a la abuela de que necesitaba un hogar? Y lo más difícil de todo… ¿Qué comía un delfín?
Cuando Roberto se apeó de Jacinto a la orilla y Jacinto emitió tres grititos como de ¡Hurra!, seguía yo sin contestarme ni una sola de las preguntas.
– ¿Has visto eso? – gritaba Roberto – ¡Es genial!
Jacinto remoloneaba a la orilla como indicándome que era mi turno. No lo hice esperar. Allí fuimos, atravesando las frías aguas del pantano. Por momentos me daba la sensación de que me resbalaría y caería al agua. Me aferraba fuerte a su piel esponjosa, y el agua que levantábamos me entraba por la boca y la nariz, pero fue el viaje más fantástico de mi vida.
Mi hermano levantaba los brazos desde la orilla, recordándonos que él estaba allí y que quería volver a cabalgar sobre Jacinto. A pesar de la velocidad que habíamos alcanzado, Jacinto me depositó suavemente esponjosamente deliciosamente donde el agua me llegaba a las rodillas y se alejó pantano adentro.
Nos dejaba a solas para que deliberáramos y decidiéramos qué hacer con él.
No hizo falta ni un segundo. Decidimos quedárnoslo. Pronto entendimos que no podíamos sacarlo del pantano y llevarlo a dormir a casa. Jacinto sería, prometimos, nuestro secreto.
Allí comenzó nuestra mejor aventura de verano. Jacinto se acercaba a la orilla si estábamos solos. Eso reforzó nuestras escapadas a la hora de la siesta y alguna nocturna, también. Le llevábamos fruta, pescado (porque habíamos leído que le gustaba) y las mondas de las patatas que robábamos de la cocina, aunque nunca las comía. Navegábamos con él, jugábamos, le cantábamos la canción del barquito pirata y lo dejábamos ir, cuando otras personas se acercaban a la orilla.
Próximo el final del verano, empezamos a preocuparnos pensando qué sería de Jacinto cuando terminaran las vacaciones y tuviéramos que volver a la ciudad y al cole, tan lejos del pantano y de las siestas. Pero justo dos días antes de que mamá y papá vinieran a por nosotros, Jacinto nos dio la respuesta. Simplemente desapareció. No acudió a nuestra cita vespertina ni ese día ni el siguiente. Y pronto comprendimos, que tal como había llegado, sin pompas ni ceremonias, Jacinto se había marchado.
Lloramos un poco, claro. Sobre todo Roberto, que me llenó de mocos mi camiseta preferida. Y yo, que lloré muy fuerte pero para adentro, porque no quería ponerlo más triste.
Jacinto no regresó y siempre fue nuestro secreto. Aún lo es. Ambos hemos inculcado a nuestros hijos el cuidado del pantano, las aguas, la naturaleza.
Ahora, cuando Roberto y yo coincidimos durante el verano en la casa del pueblo, procuramos hacernos los dormidos para que nuestros hijos vayan al pantano a la hora de la siesta. Ambos albergamos la esperanza de que un día regresen contando a gritos que han visto un delfín, para reírnos y hacerles entender que eso es imposible. Que los delfines no viven en el agua dulce. Salvo que estén pasando unas vacaciones, claro. Pero eso, mejor, no se los vamos a decir.
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por pcollazo | May 24, 2017 | Para locos bajitos, Premiados
Ayer, cuando abrí el grifo para lavarme la cara, en lugar de agua, salió zumo de naranja. Y no era zumo natural, era ese embotellado que a veces compra mamá y que sabe demasiado dulce. Con las manos pegajosas y los ojos entrecerrados grité “Mamaaaá”.
Mi mamá se asomó a la puerta del baño y me miró sin sorprenderse. Le señalé el hilo de zumo saliendo del grifo.
– Ah, sí, cariño. Ya te he dicho que había que cuidar el agua. Se acabó y ahora habrá que conformarse con zumo…
– Pero mamá… – protesté intentando coger el cepillo de dientes con mis manos pegajosas.
Me miró con su expresión de “¿aún no estás listo para salir?”.
– Venga, échate un poco de zumo en el pelo que lo tienes de punta y date prisa que llegas tarde.
Yo obedecí, pero salí del cuarto de baño como si fuese una momia. La piel y el pelo duros, las manos pegajosas, y los dientes más sucios que cuando entré.
– Pero ¿cuándo se arreglará esto del agua? – pregunté mientras mamá me ponía la mochila.
– ¿Arreglarse? ¿Para qué quieres que se arregle? ¿No decías que preferías beber ese zumo envasado a beber agua?
– Sí, pero…
– Pues eso. Verás qué deliciosos espaguetis a la naranja te tengo preparados cuando vuelvas del cole. Como no hay agua tendré que hervirlos en zumo…
– ¿No vas a avisar al seguro, o al casero, o a alguien?
– ¿Avisar de qué?
– De lo del grifo…
– No, todos los grifos están igual. No es una avería. Solo se ha acabado el agua.
Al salir del portal, mientras caminaba para ir al cole, vi que los jardines estaban siendo regados con coca cola, y un cartel en la puerta del chino de la esquina ponía “No tenemos agua”. Empecé a sentir sed. Una sed extraña, que me nacía como desde el ombligo y me llenaba la tripa, el pecho, y sobre todo la garganta.
Me encontré con algunos compañeros que llegaban al cole tan pegajosos y extraños como yo.
– Profe, tenemos mucha sed – dijimos varios al empezar la primera clase.
Nos habrá visto la cara de desesperación, porque la de mates nunca te deja ir al baño en mitad de clase si no es un caso de verdadera urgencia.
– Vale, podéis ir a la fuente del patio. Creo que sale leche con colacaao. Está buenísima…
El estómago se me revolvió. Me encanta la leche con colacao, pero lo único que necesitaba en ese momento era beber agua, lavarme la cara y las manos con agua, echarme agua en la frente y en el pelo. A juzgar por las expresiones asqueadas de mis compañeros, no era el único.
– Profe, ¿pero cuándo se va a solucionar lo del agua?
– ¿Solucionarse? Eso ya no tiene solución… Si hubiéramos cuidado de ella… Pero ya sabéis: No me importa dejar el grifo abierto mientras me cepillo los dientes… Lleno la bañera, la dejo enfriar demasiado y vuelvo a llenarla… No aprovecho el agua que podría reutilizar…
Nos miramos desconsolados. Nunca hubiera creído que echaría tanto de menos el agua. Con lo que me cuesta ir a ducharme o lavarme los dientes cuando mamá me lo pide.
– Profe, tenemos que hacer algo. No podemos resignarnos a vivir sin agua. Sin ella no podemos vivir… – dije en un último alegato.
– A eso queríamos llegar… – dijo misteriosamente la profe. Y continuó la clase como si nada.
Fue un día horrible. Viscoso, repugnante. Fui incapaz de comer los espaguetis, aunque son mi plato preferido. Hice los deberes manchando todos los cuadernos de zumo, y al intentar ducharme, me quedé pegado al piso de la bañera y mamá tuvo que venir a ayudarme a salir. El champú no hacía espuma y el gel de baño se quedó como una anaranjada capa sobre mi piel.
Me fui a acostar agotado y triste. Si hubiéramos cuidado el agua, me reproché hasta quedarme dormido.
Hoy, cuando mamá dijo que era hora de despertarse, aún me sentía pegado a las sábanas.
Llegué tanteando al baño, con un ojo pegado por el sueño y el otro pegado por el zumo que seguramente había resbalado desde mi pelo. Pero cuando logré abrirlos y mirarme al espejo comprobé que no había ni rastro de naranja en mi piel. Abrí el grifo y eufórico comprobé que salía agua. Agua de verdad: transparente, fresca, refrescante, suave, maravillosa agua.
– ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Sale agua del grifo!
Mi mamá se asomó a la puerta del cuarto de baño.
– Claro, ¿qué esperabas? ¿Qué saliera zumo de naranja? – contestó burlona.
La miré asombrado. Era como si nada hubiera pasado. Tal vez lo hubiera soñado. O tal vez no. Mi cepillo de dientes seguía estando teñido de un sospechoso tono anaranjado.
Cerré el grifo de inmediato. Tenía que cuidar el agua.
Este cuento ha sido seleccionado para formar parte del libro del XVII Concurso de Cuentos sin Fronteras de Otxarkoaga.
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por pcollazo | Feb 6, 2015 | Para locos bajitos
Busco una rima que rime con verde
está tan cerca que casi me muerde.
Si los marcianos son verdes
yo debería rimar
verde con extraterrestre,
verde con nave espacial.
Si es verde el césped del parque
yo debería rimar,
verde con flores cortadas,
con sol y lluvia, quizás.
Busco una rima que rime con rojo
si no la encuentro creo que me enojo.
Si son rojos los tomates,
yo debería rimar
rojo con salsa muy rica,
rojo y queso de rallar.
Y si rojas son las fresas,
yo debería rimar
rojo, nata en cucharitas
y postre después de cenar.
Busco una rima que rime con azul
si no la encuentro me como un abedul.
Si azules son agua y cielo,
yo debería rimar
azul con nubes y soles,
azul y las olas del mar.
Si azul es el boli del cole
yo debería rimar
azul con estuche y tarea,
azul y ganas de estudiar.
Busco una rima que rime con blanco
Si no la veo me subo a ese banco.
Si blancas son las estrellas,
yo debería rimar
blanco con noche sin nubes,
con luna y con titilar.
Si blanco es el copo de nieve,
yo debería rimar
blanco con invierno y frío,
blanco y botas de esquiar.
Busco una rima que es multicolor
el que la tenga, ¿me avisa por favor?
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por pcollazo | Jul 5, 2014 | Para locos bajitos
Fue un error de último momento. El príncipe besó a Bambi, que ni siquiera estaba dormido. El cervatillo salió disparado interpretando en su actitud quien sabe qué intenciones. La bella dormida, en cambio, siguió soñando con agujas envenenadas hasta la eternidad; mientras el príncipe saltaba de cuento en cuento buscando un rol protagónico. Alguien le puso en la mano un zapato de cristal y la tarea de encontrar a su dueña. Una estatua, pensó él, ¿quién otra usaría un zapato de cristal?. Y la buscó en cada escultura. Y la soñó blanca, quieta, perfecta.
El hada madrina advirtió a Cenicienta de semejante desarreglo y la envió al bosque en busca de otro príncipe. Ella terminó comiendo una manzana ofrecida por una desconocida, porque después de tanta búsqueda infructuosa se moría de hambre. Cayó muerta o dormida, como ocurre en estos casos, y otra vez sin príncipe a la vista. Los enanitos la vieron tirada en el bosque cuando pasaban con sus hachas al hombro. Decidieron no acercarse, sabían que si le conseguían un príncipe, se marcharía con él olvidándolos de inmediato. En cambio, pusieron a su lado el sapo más feo que pudieron encontrar y le hicieron creer que si ella lo besaba se convertiría en príncipe. Los intentos del sapo por despertarla han sido infructuosos hasta ahora. Ella no presta atención a sus saltos ni a su croar desenfrenado; sin embargo alguien le ha dicho que solo es cuestión de tiempo.
Y de eso sabe el sapo, su última enamorada ha dormido cien años en una caja de cristal para despertarse cuando un cualquiera se acercó a besarla.
Se ha impuesto un último plazo. Si en un siglo las cosas no cambian, se mudará a un cuento de brujas que lo usen como parte de sus maleficios, pero para eso todavía falta mucho.
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por pcollazo | May 11, 2014 | Para locos bajitos
– ¡Estimada Croqueta, cuánto tiempo sin verla! –
exclamó una Hamburguesa de peinado elegante
– ¿Es que sabe qué pasa? ¡Ando tan ocupada! –
contestó y se llevó un Mixto por delante
– Disculpe señor Mixto – pronunció la Croqueta
y acomodó su pamela ahora un tanto ladeada
– Como le iba diciendo, mi querida Hamburguesa,
tengo mucho trabajo y el tiempo no me alcanza
– Le pasa como a mí, de eso estoy segura,
entre los más pequeños somos las preferidas
y con Patatas Fritas, que por suerte acompaña,
de plato en plato andamos y acabamos rendidas
Así hablaban y hablaban paradas muy horondas
en medio de la pista, en un salón de fiestas.
Croqueta altos tacones y flores en el pelo,
Hamburguesa llevaba su capelina puesta
Los otros invitados, poco a poco llegaban,
se iban ubicando en las distintas mesas
Albóndiga del brazo de don Arroz con Salsa
Espárrago elegante, con doña Mayonesa
Doña Porra charlaba con Croissant a la plancha
Ensalada, coqueta, sonreía a Bistec
Costilla cuchicheaba con Puré de Patatas
Salchicha se quejaba: le dolían los pies
Por si aún no adivinas, de qué fiesta se trata,
te diré que hoy en día, aún todos la recuerdan:
La boda de Tortilla y Macarrones con Salsa
¡No imaginas el lío que se armó en esa fiesta!
El embrollo empezó al llegar los dos novios
Macarrones traía cachetes colorados
Tortilla se movía despacio en su vestido
Todos los invitados querían saludarlos
En un momento apenas, en medio de la pista
Los flamantes esposos fueron apretujados
Tortilla perdió un guante, dos flores y una liga
Y al novio toda su salsa se le fue por un lado
Tortilla se echó entonces a llorar como nunca
Macarrones sin salsa estaba triste y pálido
Alrededor de ellos se hizo un gran silencio
Ni qué decir sabían, los torpes invitados
Macarrones rehízo, su traje como pudo
Y olvidándolo todo, ensayó una sonrisa
– Aquí nada ha pasado. ¡Siga la fiesta! – dijo
Y acompañó a Tortilla al medio de la pista
El baile comenzó con el vals de los novios
Y después hubo rumba, rock y chachachá
No se quedó sentado ni un único invitado
Y todos festejaron sin parar de bailar
Ya era de madrugada cuando los bailarines,
uno a uno se fueron sentando a descansar.
Croqueta ya agotada, se quitó los zapatos,
mientras Doña Hamburguesa se acercaba a charlar
– ¡Qué guapa está la novia! – dijo Doña Croqueta
– ¿Vio usted? , recién hablábamos con Doñas Espinacas
– Ese vestido blanco, la hace una princesa…
– Y el novio aunque sin salsa, no perdió la elegancia…
La fiesta terminó cuando ya amanecía
Y todos despidieron a los recién casados
Los dos iban sentados en un plato amarillo
Mientras los saludaban con las manos en alto
Esta historia aunque a muchos, os parezca mentira
Ocurrió como otras en un cuento inventado,
de esos que se cuentan para llamar al sueño
Y ponen al final: Colorín Colorado
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