Ayer, cuando abrí el grifo para lavarme la cara, en lugar de agua, salió zumo de naranja. Y no era zumo natural, era ese embotellado que a veces compra mamá y que sabe demasiado dulce. Con las manos pegajosas y los ojos entrecerrados grité “Mamaaaá”.
Mi mamá se asomó a la puerta del baño y me miró sin sorprenderse. Le señalé el hilo de zumo saliendo del grifo.
– Ah, sí, cariño. Ya te he dicho que había que cuidar el agua. Se acabó y ahora habrá que conformarse con zumo…
– Pero mamá… – protesté intentando coger el cepillo de dientes con mis manos pegajosas.
Me miró con su expresión de “¿aún no estás listo para salir?”.
– Venga, échate un poco de zumo en el pelo que lo tienes de punta y date prisa que llegas tarde.
Yo obedecí, pero salí del cuarto de baño como si fuese una momia. La piel y el pelo duros, las manos pegajosas, y los dientes más sucios que cuando entré.
– Pero ¿cuándo se arreglará esto del agua? – pregunté mientras mamá me ponía la mochila.
– ¿Arreglarse? ¿Para qué quieres que se arregle? ¿No decías que preferías beber ese zumo envasado a beber agua?
– Sí, pero…
– Pues eso. Verás qué deliciosos espaguetis a la naranja te tengo preparados cuando vuelvas del cole. Como no hay agua tendré que hervirlos en zumo…
– ¿No vas a avisar al seguro, o al casero, o a alguien?
– ¿Avisar de qué?
– De lo del grifo…
– No, todos los grifos están igual. No es una avería. Solo se ha acabado el agua.
Al salir del portal, mientras caminaba para ir al cole, vi que los jardines estaban siendo regados con coca cola, y un cartel en la puerta del chino de la esquina ponía “No tenemos agua”. Empecé a sentir sed. Una sed extraña, que me nacía como desde el ombligo y me llenaba la tripa, el pecho, y sobre todo la garganta.
Me encontré con algunos compañeros que llegaban al cole tan pegajosos y extraños como yo.
– Profe, tenemos mucha sed – dijimos varios al empezar la primera clase.
Nos habrá visto la cara de desesperación, porque la de mates nunca te deja ir al baño en mitad de clase si no es un caso de verdadera urgencia.
– Vale, podéis ir a la fuente del patio. Creo que sale leche con colacaao. Está buenísima…
El estómago se me revolvió. Me encanta la leche con colacao, pero lo único que necesitaba en ese momento era beber agua, lavarme la cara y las manos con agua, echarme agua en la frente y en el pelo. A juzgar por las expresiones asqueadas de mis compañeros, no era el único.
– Profe, ¿pero cuándo se va a solucionar lo del agua?
– ¿Solucionarse? Eso ya no tiene solución… Si hubiéramos cuidado de ella… Pero ya sabéis: No me importa dejar el grifo abierto mientras me cepillo los dientes… Lleno la bañera, la dejo enfriar demasiado y vuelvo a llenarla… No aprovecho el agua que podría reutilizar…
Nos miramos desconsolados. Nunca hubiera creído que echaría tanto de menos el agua. Con lo que me cuesta ir a ducharme o lavarme los dientes cuando mamá me lo pide.
– Profe, tenemos que hacer algo. No podemos resignarnos a vivir sin agua. Sin ella no podemos vivir… – dije en un último alegato.
– A eso queríamos llegar… – dijo misteriosamente la profe. Y continuó la clase como si nada.
Fue un día horrible. Viscoso, repugnante. Fui incapaz de comer los espaguetis, aunque son mi plato preferido. Hice los deberes manchando todos los cuadernos de zumo, y al intentar ducharme, me quedé pegado al piso de la bañera y mamá tuvo que venir a ayudarme a salir. El champú no hacía espuma y el gel de baño se quedó como una anaranjada capa sobre mi piel.
Me fui a acostar agotado y triste. Si hubiéramos cuidado el agua, me reproché hasta quedarme dormido.
Hoy, cuando mamá dijo que era hora de despertarse, aún me sentía pegado a las sábanas.
Llegué tanteando al baño, con un ojo pegado por el sueño y el otro pegado por el zumo que seguramente había resbalado desde mi pelo. Pero cuando logré abrirlos y mirarme al espejo comprobé que no había ni rastro de naranja en mi piel. Abrí el grifo y eufórico comprobé que salía agua. Agua de verdad: transparente, fresca, refrescante, suave, maravillosa agua.
– ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Sale agua del grifo!
Mi mamá se asomó a la puerta del cuarto de baño.
– Claro, ¿qué esperabas? ¿Qué saliera zumo de naranja? – contestó burlona.
La miré asombrado. Era como si nada hubiera pasado. Tal vez lo hubiera soñado. O tal vez no. Mi cepillo de dientes seguía estando teñido de un sospechoso tono anaranjado.
Cerré el grifo de inmediato. Tenía que cuidar el agua.
Este cuento ha sido seleccionado para formar parte del libro del XVII Concurso de Cuentos sin Fronteras de Otxarkoaga.
Me encanta. Divertido y con moraleja. Genial.
¡Muchas gracias!