A la hora de la siesta, mi hermano Roberto y yo, nos escapábamos al pantano.

Él escuchaba desde la ventana del patio y me daba su señal de pulgar en alto, cuando los ronquidos del abuelo indicaban que el primero de los semáforos se había puesto en verde.

Como yo era la mayor, a mí me correspondía vigilar al segundo y más complicado de los semáforos, el de la abuela. Con los pies en alto y sentada en el sofá, miraba la tele. Las noticias, el tiempo, una publicidad y a continuación la telenovela. Al principio el semáforo se ponía en un parpadeante ámbar a medida que los ojos se le iban cerrando y la cabeza se movía sin ton ni son sobre sus hombros. Al rato, la barbilla se le clavaba en el pecho y dejaba de dar dubitativos saltos. Los ojos se cerraban por completo, y emitía un sonido de tren antiguo entrando a la estación con cada exhalación. El semáforo se había puesto en verde. Era el momento. Entonces era yo quien levantaba el pulgar y Roberto salía disparado por el pasillo hasta la puerta de calle. A los dos segundos ya le pisaba yo los talones. Sólo cruzábamos una cómplice mirada, y a veces ni eso, para no perder tiempo. Lo importante era correr atravesando el prado de Doña Paca sin que los perros ladraran.

El pantano era la extensión de agua más grande que nuestros ojos habían visto jamás. Es que todavía no conocíamos el mar, claro. Así que para nosotros, el pantano era el mar. No tenía olas, apenas unas dubitativas ondas si soplaba viento del norte. Pero eso nos bastaba y sobraba. Era nuestro paraíso secreto.

Aquella tarde, la tarde en que apareció Jacinto, como siempre, estábamos solos. Habíamos llegado corriendo, con el aliento tan metido dentro del pecho que nos sentamos en las rocas de la orilla para intentar recuperarlo absorbiendo grandes bocanadas de aire.

Roberto reía sudoroso y sus mejillas rojas me recordaban las manzanas del huerto del abuelo. Apenas podíamos hablar, como si nuestras voces hubieran quedado atrás en la carrera y necesitáramos esperar un rato hasta que nos alcanzaran.

Estábamos desatándonos las zapatillas cuando Roberto empezó a chillar señalando al pantano. De inmediato miré y si no hubiera estado sentada, me hubiera caído. Un bicho muy muy raro (lo llamo bicho porque en ese momento yo no tenía idea de lo que era) nos miraba desde la orilla con cara de timidez. Era gris, todo gris y parecía hecho de goma. Asomaba su cabeza alargada y su nariz puntiaguda desde el agua. Se movía para mantenerse a flote, y sonreía. Sí, aunque pueda pareceros una locura, sonreía. Es que lo que asomaba no era su nariz, sino su boca y estaba llena de unos parejos y brillantes dientes, como si recién hubiera salido del dentista. En la aleta que tenía sobre la cabeza, llevaba colgada una bolsita y nos la mostraba graciosamente haciéndola girar, como indicándonos que era para nosotros.

Olvidados ya de quitarnos las zapatillas y la ropa nos adentramos en el agua tal cual estábamos. La abuela nos pondría de vuelta y media cuando viera nuestras ropas mojadas, pero nos daba igual. El animalito era tan simpático y encantador que daban ganas de achucharlo como un peluche. Roberto le acarició la cabeza, y el bicho correspondió con unos soniditos de satisfacción. Tenía un agujero en la parte superior del cuerpo desde donde aparentemente respiraba. Yo cogí la bolsa que tenía colgada de la aleta y comprobé que dentro había una nota.

“Soy Jacinto, el delfín. ¿Jugáis?”

– ¡Un delfín! – exclamé dando saltitos-  ¡UN  D E L F Í N ¡

Roberto ya se había acomodado sobre su lomo y Jacinto lo llevaba surcando el estanque mientras mi hermano no paraba de reír.

Tuve que esperar un buen rato hasta que regresaran. Un buen rato que empleé en pensar. Sí, porque yo necesito tiempo para pensar las cosas. ¿No eran los delfines animales de agua salada? ¿Qué hacía Jacinto en nuestro pantano? ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Dónde estaba su familia? ¿Qué íbamos a hacer con él? ¿Cómo convenceríamos a la abuela de que necesitaba un hogar? Y lo más difícil de todo… ¿Qué comía un delfín?

Cuando Roberto se apeó de Jacinto a la orilla y Jacinto emitió tres grititos como de ¡Hurra!, seguía yo sin contestarme ni una sola de las preguntas.

– ¿Has visto eso? – gritaba Roberto – ¡Es genial!

Jacinto remoloneaba a la orilla como indicándome que era mi turno. No lo hice esperar. Allí fuimos, atravesando las frías aguas del pantano. Por momentos me daba la sensación de que me resbalaría y caería al agua. Me aferraba fuerte a su piel esponjosa, y el agua que levantábamos me entraba por la boca y la nariz, pero fue el viaje más fantástico de mi vida.

Mi hermano levantaba los brazos desde la orilla, recordándonos que él estaba allí y que quería volver a cabalgar sobre Jacinto. A pesar de la velocidad que habíamos alcanzado, Jacinto me depositó suavemente esponjosamente deliciosamente donde el agua me llegaba a las rodillas y se alejó pantano adentro.

Nos dejaba a solas para que deliberáramos y decidiéramos qué hacer con él.

No hizo falta ni un segundo. Decidimos quedárnoslo. Pronto entendimos que no podíamos sacarlo del pantano y llevarlo a dormir a casa. Jacinto sería, prometimos, nuestro secreto.

Allí comenzó nuestra mejor aventura de verano. Jacinto se acercaba a la orilla si estábamos solos. Eso reforzó nuestras escapadas a la hora de la siesta y alguna nocturna, también. Le llevábamos fruta, pescado (porque habíamos leído que le gustaba) y las mondas de las patatas que robábamos de la cocina, aunque nunca las comía. Navegábamos con él, jugábamos, le cantábamos la canción del barquito pirata y lo dejábamos ir, cuando otras personas se acercaban a la orilla.

Próximo el final del verano, empezamos a preocuparnos pensando qué sería de Jacinto cuando terminaran las vacaciones y tuviéramos que volver a la ciudad y al cole, tan lejos del pantano y de las siestas. Pero justo dos días antes de que mamá y papá vinieran a por nosotros, Jacinto nos dio la respuesta. Simplemente desapareció. No acudió a nuestra cita vespertina ni ese día ni el siguiente. Y pronto comprendimos, que tal como había llegado, sin pompas ni ceremonias, Jacinto se había marchado.

Lloramos un poco, claro. Sobre todo Roberto, que me llenó de mocos mi camiseta preferida. Y yo, que lloré muy fuerte pero para adentro, porque no quería ponerlo más triste.

Jacinto no regresó y siempre fue nuestro secreto. Aún lo es. Ambos hemos inculcado a nuestros hijos el cuidado del pantano, las aguas, la naturaleza.

Ahora, cuando Roberto y yo coincidimos durante el verano en la casa del pueblo, procuramos hacernos los dormidos para que nuestros hijos vayan al pantano a la hora de la siesta. Ambos albergamos la esperanza de que un día regresen contando a gritos que han visto un delfín, para reírnos y hacerles entender que eso es imposible. Que los delfines no viven en el agua dulce. Salvo que estén pasando unas vacaciones, claro. Pero eso, mejor, no se los vamos a decir.

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