Empezábamos en septiembre. Llevábamos las capas al tinte, lustrábamos las coronas, cepillábamos los camellos y zurcíamos a conciencia los sacos de transporte. A mediados de noviembre empezábamos a recibir cartas e íbamos adelantando trabajo. Por experiencia sabíamos que después había muchas de última hora, que llegaban el mismísimo cinco. Eran unas semanas de vorágine, de no dormir más de un par de horas seguidas, de quebraderos de cabeza para conseguir deseos complicados con un presupuesto que había que estirar y repartir entre muchos.

Doblábamos prendas que seguramente tendrían que ser descambiadas, armábamos paquetes imposibles, escribíamos los nombres de los destinatarios e íbamos tachando los terminados de la larga lista general. Eso siempre que en nuestra lista de comportamientos anuales el receptor mereciera recibir regalo. De lo contrario siempre teníamos a mano los pequeños sacos de carbón, que en realidad muy pocas veces entregábamos, porque en general los interesados se redimían a último momento y había que envolver de prisa y corriendo su regalo.

Después de revisar y registrar cada pedido, pensábamos regalos adecuados para aquellos que no nos habían hecho llegar el suyo. Eso era complicado, pero nos gustaba mucho analizar costumbres, gustos y aficiones para encontrar lo mejor en cada caso.

Alimentábamos equilibradamente a nuestras monturas y entrenábamos a diario largas caminatas y levantamiento de elevados pesos.

Planificábamos recorridos, rutas rápidas, estudiábamos atajos, accidentes geográficos y previsiones meteorológicas.

Los últimos días nos poníamos a dieta. Sabíamos que después nos atiborraríamos de turrón, roscón, galletas, polvorones y todo lo que hubiera sobrado de las celebraciones navideñas. No podíamos defraudar a nadie y en cada casa había que hacer los honores y comer, aunque fuera un poco.

A pesar de que parecía que nunca lo haría, el gran día siempre llegaba. Nos vestíamos con esmero, nos cobijábamos en nuestras capas y montados en los camellos seguíamos la estrella arrastrando los sacos cargados de regalos.

Procurábamos pasar desapercibidos y dejar los paquetes sobre los zapatos mientras todos dormían, pero siempre había algún niño que nos veía desde un par de ojos restregados a causa del sueño y la incredulidad. Y la ilusión de aquellas caritas hacía que todo el esfuerzo valiera la pena.

Por eso, desde que nos dijeron la verdad, echamos tanto de menos todo aquello. Alguna vez teníamos que saberla, sí. Es ley de vida. Pero no por eso es menos decepcionante. De un día para otro, un hermano mayor o un amiguete que nos saca unos años y que ya tiene bisnietos, nos lo deja caer.

Al principio no lo crees. ¿Qué los niños son los hijos? ¿Qué todas esas caritas ilusionadas que nos esperaban cada año no existen? ¡Anda ya! Al principio no te lo crees ¿Cómo va a ser verdad que no eres rey y menos que menos mago si durante tantos años has estado comportándote como tal? ¡Pero si hasta en las noticias aparecían las novedades sobre nuestros preparativos y nuestro viaje! ¡Si en cada ciudad nos recibían con grandes cabalgatas y emoción!

Que no, te dicen. Es que los niños han querido mantenerte la ilusión. Porque no hay nada más bonito que la inocente ilusión de un padre entregado.

Y te quedas de piedra, y lloras un poquito procurando que no se note. Y te preguntas qué harás el próximo 5 de enero por la noche, cuando ya no tengas que andar de puntillas porque ya sabes que todo el mundo dejará de simular que eres un verdadero rey.

Lustras tu corona, llamas a tus hijos y les explicas cómo sacar mejor partido de un presupuesto limitado, cómo alimentar correctamente a los camellos, cómo organizar las cartas por zona geográfica y mantener el inventario de regalos siempre actualizado. Cómo identificar el regalo perfecto para los que no envían carta, y por último pones a su nombre el apartado de correos al que te ha llegado la correspondencia durante toda la vida. Les entregas la corona y haciéndoles todo tipo de recomendaciones, les dices que tienes un secreto muy importante que contarles y les haces creer que ellos son los reyes. Te da un poco de pena mentirles, pero la ilusión con que palpan tu capa de terciopelo y acarician los camellos hace que sientas que estás haciendo lo correcto.

A %d blogueros les gusta esto: