Rechazó el ofrecimiento mediante un gesto desdeñoso de sus dedos, pero se quedó con la cerveza. María se encogió de hombros dibujando un “como prefieras” entre las escápulas fruncidas.
Esa fue toda la conversación que conseguí sacarles. Me quedé confuso, con los guiones de diálogo preparados y sin encontrar hueco donde colocarlos.
Ella giró para regresar a la cocina. Eso me obligaba a pensar rápidamente algo para hacerle hacer allí. Una cebolla, decidí. Pelar cebollas siempre es un buen recurso. Ella llorará. El lector no sabrá si debido al efecto irritante de la cebolla o a la indiferencia con que él ha descartado su ofrecimiento. Eso me dará tiempo a pensar.
Se suponía que debían tener una discusión. Un vuelco en la historia. Un intercambio memorable donde María le reprochara su enésima infidelidad y Alejandro se viera obligado a tomar una decisión: ella o las otras.
Por eso, a pesar de que podía ser un poco denigrante para María, la había obligado a acercarse al sofá llevándole una lata de su cerveza preferida, para ofrecerle hablar. Quien tendría que haber movido la primera ficha, era Alejandro. Pero qué podía pretender de un tío que toda la vida no había mirado más allá de su propio ombligo, o de las faldas de cualquier mujer que no fuera la suya.
Yo lo había creado así, ahora no podía quejarme. Le eché un vistazo mientras ella pelaba la cebolla. Seguía tirado en el sofá. Pensé que se me había ido un poco la mano con los rasgos negativos. No tuve en cuenta que éstos con el tiempo se acentúan. Diez capítulos más y tendría un irredimible hijo de puta.
En cambio, María… Ella era tan dulce y comprensiva. Una mujer que había superado miles de problemas, y que merecía algo mejor que un mamarracho con nombre de rey. En silencio, llevaba páginas enamorado de ella.
Me acerqué a la cocina. María cortaba la cebolla. Era tan delicada con todo lo que hacía. Imaginé esas manos, que parecían bailar sobre la tabla de madera, acariciándome el pelo.
Contra todo pronóstico, ella no lloraba. Canturreaba una melodía que me sonaba mucho, aunque no podía recordar qué canción era.
Claro, cómo no te va a sonar si se la estás haciendo canturrear tú, me dije. Apoyé los guiones de diálogo sobre la mesa. Era evidente que no podría usarlos. Además, necesitaba mis brazos. Me acercaría a María y la invitaría a bailar. Era un bolero. Lo que estaba cantando era un bolero.
Puse mis manos sobre sus hombros. Ella siguió entonando “Soy ese beso que se da sin que se pueda comentar. Soy ese nombre que jamás fuera de aquí pronunciarás…”
Por más esfuerzos que hice, no conseguí que se girara hacia mí. Ella no percibía mi presencia. Me odié por haber elegido un narrador omnisciente y no uno protagonista o, aunque fuera, uno testigo.
Ella cogió la tabla y atravesándome la apoyó sobre mis guiones de diálogo. Luego, se fue desvistiendo despacio, dejando un reguero de ropa gris y desgastada hasta el baño. La escuché abrir la ducha mientras seguía cantando “Soy el pecado que te dio, nueva ilusión en el amor…”.
En el cuarto descubrí su maleta llena sobre la cama. No podía dejarla ir. Si lo hacía, escribiría su propia historia. Una historia ajena a mí. Corrí hasta la sala. Sacudí a Alejandro por los hombros. Él tampoco percibía mi presencia, y aunque la hubiera percibido, de nada hubiera servido. Estaba muerto, con la lata de cerveza entre las manos. Tarde lo comprendí todo.
Sentado en el sofá empecé a sollozar mi fracaso. Las ruedas de la maleta sobre la tarima me alertaron de que era hora de despedirme de María. La vi salir, radiante, con el pelo mojado y cerrar la puerta con firmeza.
Me asomé por la ventana hacia la calle que yo mismo había creado para verla fundirse en un abrazo con un desconocido. Un personaje que yo nunca había puesto allí.
¡Pero qué bonito!
¡Gracias, Margarita!
Qué bueno!! Muchas felicidades.
¡Muchas gracias, Yolanda!
Un relato precioso.
Como siempre, un relato precioso
Muchas felicidades por el premio.
¡Muchas gracias!
Una maravilla de relato. Premio merecido.
¡Muchas gracias, maestro!!