Al tío Ricardo hubo que enterrarlo sin su mano derecha. Por más que los de la funeraria lo intentaron e intentaron, no pudieron desprenderla de su piano.
Primero lo hablaron con la familia. Bueno, eso me han contado, porque yo no estaba presente. A los niños no se nos permite estar presentes en cosas tan serias como la muerte del tío Ricardo. Y por más que seamos tan familia del tío como los adultos, da igual. En estas cosas los niños ni pinchan ni cortan, dice mi abuela. Y a ver quién es el valiente que se atreve a contradecirla
El caso es que los de la funeraria plantearon el problema, pero nadie se ofrecía para ayudarlos, que seis brazos tiran más que cuatro, digo yo. Pero nada. Como si les diera miedo el pobre tío, que estaba más callado que nunca. Hasta que mi padre dijo que él lo intentaría. Si mi padre dijo eso es porque mi madre lo miró con su cara de “Arturo, haz algo ya” y no tuvo más remedio. Esto lo puedo asegurar aunque yo no estuviera allí, sin temor a equivocarme. Mi padre nunca hace nada hasta que mi madre lo mira con su cara de “Haz algo ya”. Especialmente si se trata de ir a limpiar a mi hermana pequeña cuando va al baño y llama gritando “Ya está”. Mi padre parece sordo, y mi madre termina saliendo de la cocina con la cuchara de madera en una mano, el trapo de secar los platos en la otra y su mirada de “Haz algo ya” dibujada bien nítida en sus ojos. Hasta ese momento, no hay quien levante a papá del sofá.
Pues a pesar de la ayuda que terminó prestando mi padre, seis brazos tampoco pudieron desprender al tío Ricardo de su piano.
Los de la funeraria dijeron algo así como rigor mortis (que esto sí lo escuché cuando salieron al pasillo sudando a mares), aunque si se ponen a hablar en otro idioma, quién puede entender nada. También escuché cuando llamaron a los bomberos.
Yo me preguntaba para qué los llamaban si no se estaba incendiando nada. Ni siquiera olía a quemado. Sólo a la colonia que mi abuela había estado echando por el aire desde que el tío había muerto. Como si el hombre pudiera oler algo a esas alturas. Supongo que lo hacía para engañarlo y que creyera que estaba rodeado de muchas flores. Porque a los muertos se les regala flores aunque nadie sabe para qué las querrán. Pero al tío nadie le había regalado ni una sola aún. Y eso que llevaba ahí sobre el piano no sé cuantas horas.
Yo sé todo esto de las flores porque lo vi en la novela de las cinco, la que la abuela mira mientras hacemos la tarea. En esa novela, cada dos por tres se muere alguien. Y ahí están, todos de negro, alrededor del muerto que está rodeado de flores y se queda quietecito quietecito.
Yo le pregunto a mi abuela si está muerto de verdad. Y me dice que no, que es un actor. Que seguramente lo han sacado de la novela porque ha pedido aumento de sueldo. Y que solo se está haciendo el muerto. Pero hay que ver lo bien que lo hace. Y lo bien que lloran los demás. Tal vez no sepan que es un actor y no está muerto de verdad, porque si no es increíble que sepan llorar tan bien. Ni mi hermana Clara lo hace con tanto empeño cuando mi madre amenaza con dejarla sin postre. Y eso que mi madre dice que Clarita es toda una actriz.
Cuando llegaron los bomberos, en la confusión, entre los vecinos que entraron a ver qué pasaba, mis hermanos y yo conseguimos colarnos en el cuarto donde estaba el muerto.
La verdad es que mucha impresión no da, sí un poco de desmayo, pero no del todo. Más que nada a Clarita, que como es muy actriz, vomitó toda la comida en el macetero del balcón, aunque nadie se dio cuenta, porque estaban todos muy ocupados opinando acerca de cómo había que proceder.
Ahí estuvieron los bomberos, con lo forzudos que eran, y con esos cascos (como si el muerto fuera a darles con un palo en la cabeza) tirando y tirando. Maniobrando con el piano y el cuerpo del tío, pero nada. El tío se negaba a desprenderse. O al menos eso me pareció a mí.
Nuevas deliberaciones entre los familiares más allegados, los bomberos y los de la funeraria mientras los niños jugábamos al escondite entre unos y otros. Porque hay que ver cómo se aburre uno sin nada que hacer mientras espera que los adultos piensen en sus complicadas cosas de adultos.
Al final no quedó más remedio que velar al tío por partes. Los bomberos le cortaron la mano y los de la funeraria se llevaron el resto del tío en una camilla tapado de pies a cabeza hacia el tanatorio. No sé si lo tapaban por eso de que los muertos se ponen fríos, o para que los vecinos cotillas que no habían podido entrar en casa y espiaban desde las ventanas no vieran que el tío iba incompleto. Se los veía muy aliviados por poder terminar al fin con su trabajo y abandonar la casa.
Lo de la cortada de la mano nos lo perdimos porque la abuela nos llamó a tomar la leche en la cocina justo en ese momento. Fue una burda maniobra de distracción, y lo sabíamos, pero como también sabíamos que para sacarnos de en medio iba a ser capaz de darnos lo que pidiéramos, aprovechamos para conseguir doble ración de biscocho de yogur que de otro modo nunca hubiera consentido darnos.
Clarita, que seguía muda y con los ojos abiertos como dos huevos fritos, no se comió su parte, por lo que nos la jugamos a piedra papel o tijera entre los mellizos y yo. Yo gané con tijera. Y cuando Clarita vio mi gesto de cortar cortar cortar dibujado con el dedo mayor y el índice en el aire, se puso a llorar como una loca.
La abuela nos echó la culpa a nosotros tres porque como todos los hombres, tenemos la sensibilidad de una lagartija, ha dicho. Lo mismo que mamá dice a veces cuando papá se queda dormido durante una de esas películas de llorar que tanto le gustan a ella.
Después, mi madre nos reunió para decirnos que los niños no podíamos ir al tanatorio, que ese no era sitio para menores, y que nos teníamos que quedar con la abuela.
Yo, por un lado me alegré, porque seguro que ese asunto del tanatorio iba a ser un rollo feroz. Y encima íbamos a tener que estar callados, sin sorbernos los mocos y sin tentarnos de risa cuando los mellizos pusieran en práctica su repertorio completo de caras de bobo que reservan para ocasiones como estas.
Para que no nos impresionara mucho colocaron una corona de flores muy coqueta sobre el pedazo del tío Ricardo que nos quedó para los niños.
Allí estuvimos, toda la noche, velando la mano. No porque echáramos de menos al tío, sino porque no había quien se fuera a dormir a una habitación solo con el miedo que dan las cosas de muertos.
Y la abuela que insistía en que cada cual a su cuarto. Que nada de andar de cama en cama jugando batallas de almohadas. Que el tío se merecía un respeto. Así que ahí nos quedamos todos en la sala, con los pijamas, las pantuflas y las mantitas del sofá colocadas a modo de capas sobre los hombros y mirando de vez en cuando la mano, que tampoco es que se moviera ni hiciera nada espectacular.
Ese fue mi primer velorio. Un velorio para niños. Y yo, que ni siquiera quería mucho al tío. Y el tío que ni siquiera sabía tocar el piano.
Muy bueno, Patricia, ¡enhorabuena!
¡Muchas gracias, Margarita! Un abrazo