Amalia

Tu padre te trajo una tarde envuelto en una mantilla blanca tejida al crochet. Tenía una cinta azul celeste entrelazada en su diseño a lo largo de los bordes.

Me había llamado para decirme que no me imaginaba la sorpresa que me iba a dar. Y no, no me la imaginaba. Ya hacía muchos meses que no esperaba sorprenderlo yo, como en los tiempos en que te buscábamos ansiosos, y en que me hacía un test de embarazo con solo un día de retraso, con la esperanza de poder sorprenderlo cuando llegara del trabajo entregándole una cajita envuelta con el predictor dentro. Había soñado esa escena una y otra vez. La había visto en mi cabeza como si fuera una película. La había recreado en invierno, con él colgando al llegar su abrigo y su bufanda en el perchero de la entrada y en verano, con él entrando en casa apresurado por quitarse la camisa y ponerse un pantalón corto. Pero no. Meses y meses pasaron uno tras otro sin que la escena se hiciera realidad. Al final los médicos dijeron que yo no podía, una cosa complicada que no supieron explicarme bien, o que yo no quise entender, pero que no podía.

Dejé de gastar fortunas en pruebas de embarazo, de mirar a hurtadillas ropa de bebé en los escaparates, de leer en revistas de maternidad trucos de lactancia, o cómo conseguir una rutina de sueño en los niños, o qué juguetes estimulan su crecimiento intelectual.

Supongo que también dejé de hacer otras cosas, como esperar a tu padre con una sonrisa. Prepararle su plato preferido, o aceptar sus decisiones unilaterales e injustas.

Él había decidido que, si no podíamos tener hijos, no los tendríamos. Que no quería criar un niño ajeno en casa. Eso era para él la adopción: criar un niño ajeno que cuando fuera mayor intentaría buscar a sus padres biológicos. Muchos lo hacen ¿sabes?, me decía. Hay gente muy desagradecida. Bueno, tal vez es una necesidad natural, le decía yo. Pero no quiere decir que ese niño vaya a dejar de lado a los padres que lo criaron, no hay que ser tan radical. ¿¿Radical?? ¿Radical, yo?, estallaba entonces. Y ya no había quién lo moviera de su postura. Tu padre era sí. Vivía situado en los extremos. O todo o nada o blanco o negro.

Por suerte, tú no saliste a él. Bueno, normal que no salieras a él, ni a mí. Por más que estuvieras apuntado en nuestro libro de familia como hijo biológico, eso no te daba nuestros genes que, créeme, mejor que no hayas heredado.

Tu padre era radical, autoritario, egocéntrico, machista, insensible y a menudo tóxico para quienes lo rodeábamos. Pero yo, yo no tengo menos culpa ni soy mejor persona que él. Yo lo dejé hacer. Te trajo envuelto en tu mantilla blanca y yo te acepté. Sin preguntar cómo ni de dónde te había sacado. Sin sentirme culpable, porque era evidente que al convertirme en tu madre estaba ocupando el lugar de otra mujer. Otra mujer que, sospechaba, no te había cedido de forma voluntaria.

No lo sospechaba, lo sabía. Bastaba con observar la dedicación y el cariño con que estaba tejida la mantilla que traías. Nadie que hubiera decidido dar en adopción a su hijo, tejía algo así.

Lo sabía, y tal vez por eso no pregunté. Me dijo que tu madre era una de esas casquivanas que tienen hijos por tener y después no quieren saber nada de ellos, y yo intenté creerme esa versión. Tu madre no te merecía. En cambio, yo, habiéndote buscado durante tanto tiempo, habiendo sufrido tantas pruebas, tantos procedimientos médicos, tantas decepciones, sí te merecía. Mucho más que ella. Mucho más que cualquier mujer del mundo.

Digo habiéndote buscado, porque pronto asumí que, aunque no hubiera habido prueba positiva ni embarazo de por medio, eras ese bebé que había soñado mes a mes. Que había adivinado en mi tripa apoyando la mano en el sitio donde nunca estuviste.

Llegué a creerlo, supongo. Llegué a engañarme a mí misma a fuerza de engañarte. Porque aquella tarde en que tu padre llegó a casa contigo entre los brazos, me hizo prometer que ese día iba a quedar borrado de nuestra historia. Que él nunca había llegado trayéndote como un Rey Mago que cumplía mi sueño más esperado y más imposible.

Me hizo prometer que ese día quedaría reemplazado en nuestras historias por un embarazo inventado, un parto largo que valió la pena, y mi permanencia de dos días en el Hospital San Carlos, en el que, según ponía el papel que venía contigo, habías nacido de mi vientre.

Y yo, que una vez que te tuve en mis brazos, hubiera matado por ti, acepté la condición de la mentira, que se me antojó entonces un mal menor. Mentir no es tan complicado, me dije. Sin conocimiento de causa, a decir verdad. Porque nunca había mentido. Por lo menos nunca en algo tan importante y enorme como aquello.

Por suerte, como vivíamos lejos de nuestro pueblo, y llevábamos meses sin visitar a la poca familia que nos quedaba, no fue complicado inventar una historia de embarazo más parto, todo en uno, y llamar a los parientes para contar que acabábamos de ser padres.

Y una vez que la mentira empieza a rodar, empieza a revestirse de verdad. Como una croqueta que pasas por pan rallado. Cuanto más la cubres, aquella masa pegajosa y blanquecina (que podría ser bechamel o no), más se parece a una croqueta de verdad. Antes no lo era, pero luego de un buen empanado de varias capas y una buena fritura en aceite de oliva, da el pego.

Si la croqueta no está hecha de una buena bechamel, sino de una falsa, fabricada con pegamento blanco y serrín, por ejemplo, lo mejor es que nadie la muerda. Que nadie intente escarbar más allá de las capas de pan rallado y huevo superpuestas, porque se llevará una sorpresa muy desagradable.

Conseguimos que eso no pasara durante toda una vida. Tu padre murió tranquilo, la mentira seguía intacta, envuelta en su rebozado de verdades. Se aseguró de que las cosas seguirían así desde su lecho de muerte, haciéndome prometer una vez más mi silencio, obligándome a ratificar aquel juramento realizado con tu cuerpecito envuelto en crochet entre los brazos. Y lo hice.

Para entonces, la culpa me pesaba, había empezado a fantasear con perderte a cambio de regalarte la verdad. ¿Qué pesa más, el deprecio de un hijo (porque sabía que si conocías la verdad me despreciarías con razón) o el ahogo de seguir enterrando un secreto que no te merecías, negándote tu identidad?

Pero él, al pedirme aquella promesa justo antes de morir, me dio la excusa perfecta para no tener que elegir. Seguiría mintiendo porque se lo había prometido. Y había sido un cabrón, probablemente el peor esposo del mundo, pero también mi marido. El que me dio (y nunca mejor dicho) el hijo que siempre había soñado.

Ni siquiera puedo decir entonces que me atrevo a confesarte todo esto por decisión propia. No, nunca lo hubiera hecho. Hubiera vivido los años que me quedan recibiéndote los domingos y preparando táperes para que te llevaras a casa. Abrazando a mis nietos como si en verdad se parecieran a mí, y contándoles, si preguntaran, cómo había sido tu nacimiento y que durante los últimos meses del embarazo no dejaste de patearme.  

Ni esa medalla de valentía, lucidez u honestidad puedo colgarme.

Nunca te hubiera hablado de todo esto si una mujer de mirada clara, dientes desparejos y manos encallecidas no hubiera tocado a mi puerta.

Cuando te vi en sus ojos, en la forma en que sus dientes se superponían, tal como los tuyos antes de la ortodoncia, cuando te escuché en su voz, ya no pude seguir manteniendo la promesa realizada a un muerto ni la mentira que me mantenía viva.

Carmen

Mi querido Carlitos. Sé que no sabes que te llamas así. Que si pronunciara este nombre en tu presencia no te darías por aludido. No por el diminutivo cariñoso que no puedo evitar, una madre siempre ve pequeños a sus hijos. Si no porque tengo entendido que todos te llaman Alfredo. Un nombre tan serio y rimbombante. No sé cómo cabría en tu cuerpecito de bebé cuando te lo pusieron. Y dudo de que ni siquiera ahora, en tu cuerpo de hombre, calce realmente. Tu nombre es Carlos y debió serlo toda tu vida. Ojalá fuera solo eso lo que no fue como debía haber sido. Un nombre no es más que eso, un rótulo, una etiqueta. Pero lo importante es la persona a quien acompaña, su historia, sus sueños. Y a ti te robaron la posibilidad de vivir la historia que te tocaba. Te arrancaron de las páginas de tu vida, esa en que yo iba a estar siempre a tu lado, para pegarte en forma artificial en otro libro, en otra vida, en la de un desconocido que no eres tú.

Lo siento, no quise decir que no eres tú mismo. Ni siquiera que eres un desconocido. Para mí nunca lo serás. Es que no sé cómo hablar de todo esto contigo.

¿Sabes? En tu historia verdadera, nunca hubieras tenido un padre. El que te concibió desapareció en cuanto le dije que existías, que eras un pedacito de sol en mi vientre.

Tampoco hubieras tenido después la figura de un padre cerca. Dediqué mi vida a cuidar a mi madre, a mis hermanas, a mis sobrinos, y nunca formé una familia. Tal vez porque no concebía formar una familia en la que faltaras tú.

Ni siquiera hubieras tenido un abuelo. La nuestra siempre fue una familia de mujeres.

Tal vez el hecho de que en tu vida hayas tenido un padre, te diera alguna ventaja, te hiciera más feliz o completo. Esas cosas imagino cuando pienso en por qué. Por qué dios permitió que te apartaran de mi lado. ¿Para darte una vida más feliz? En ese caso, ¿qué hago yo rebuscando e intentando llegar a ti? ¿No sería mejor que ignoraras mi existencia, que siguieras viviendo en esa historia prestada que te han impuesto?

¿Qué me respondo? Según del día. A veces me digo que no debo seguir adelante, que te haré daño. A ti, a tu familia… ¿A tu familia? Pero si tu familia soy yo… Otras veces, me contesto que lo peor que se le puede quitar a una persona es su identidad. El hecho de saber quién es. Entonces me envuelvo en la bandera de la reivindicación y me juro que no pararé hasta que no conozcas la verdad.

Y así he estado, entre dos aguas hasta que me enteré de lo de la asociación, y fui a informarme. Es que yo siempre supe que tú no habías muerto. Durante unos segundos te tuve en mis brazos mientras berreabas, y te aseguro que si algo parecías era cabreado. Pero no enfermo. Eras un bebé regordete y sano.

He repasado esos segundos en los que te apreté contra mi pecho, millones de veces. Intentando no olvidar tu olor, tu cuerpo tibio y resbaloso. Tu boquita abriéndose en un chillido agudo y potente. Sé que te callaste, que al ratito de apretarte contra mí te callaste. Y que percibí tu respiración con mi mano sobre tu espalda.

He repasado esos segundos intentando mantenerte cerca, pero también buscando cualquier signo de que algo iba mal, cualquier indicio de lo que iba a ocurrir después. Pero no los había. He llegado a creer que no había querido verlos, pero que los indicios habían estado ahí. Pero ahora sé que mi instinto no me engañaba. Todo estaba bien. Eras un bebé sano y gritón. Un bebé que no tenía por qué morir a las pocas horas.

Una enfermera te envolvió en una sábana y te llevó para limpiarte. Me dijeron que descansara, que lo había hecho genial.

Yo nunca había tenido un bebé, pero había acompañado a tu abuela cuando nació tu tía Adela, la pequeña. Por eso me parecía raro que después de dos horas ubicada en una habitación no te trajeran para que te diera de mamar. Estaba dolorida pero feliz. Tu abuela, sentada a mi lado, me hablaba en un tono que hacía que se me cerraran los ojos. Estaba cansada. Llevaba casi un día despierta. Por eso, reconfortada por una medicación que me habían puesto con el suero, me fui quedando dormida.

Cuando desperté, dos o tres horas después. Tu abuela, seguía sentada a mi lado. Ya no hablaba. Entre los dedos de las manos iba pasando las cuentas de su rosario. Algo grave pasaba. Ella rezaba el rosario solo si algo la angustiaba.

—¿Qué pasa, mamá?

—Cariño, lo siento mucho…

Quise incorporarme, pero un dolor agudo me atravesó el vientre.

—¿Qué pasa, mamá? ¿Qué pasa?? —grité desesperada.

Una enfermera acudió junto con una monja.

—Querida, tienes que ser valiente —dijo una de ellas.

La otra asentía en silencio, esperando que yo preguntara algo, supongo. Pero yo no pregunté. Solo dije:

—No, ¡eso es mentira! ¡Mi bebé está perfectamente sano!

Lo siento, repitió la del tocado de monja. Era una mujer mayor, el pelo canoso le asomaba por debajo de la toga. Su cara estaba arrugada y no me miraba a los ojos.

—Tiene que ayudar a su hija, señora. Deben rezar por el alma inocente

—¡No! —grité yo —¡Mentirosa! ¡Mamá, no les creas! ¡Mi niño está bien!

Las dos mujeres se retiraron sigilosas, tal como habían llegado.

Mi madre me abrazó y yo empecé a llorar como nunca lo había hecho. Lloré horas, supongo. Mi madre no se movió de mi lado, solo me mecía de vez en cuando y de su boca salía un “Shhh  shhh” cuando mi llanto crecía en intensidad.

—Quiero verlo —dije después de mucho tiempo —quiero ver a mi bebé.

—No creo que sea buena idea, cariño

—No puedo dejarlo solo… Me necesita

—Cariño, ya no puedes hacer nada por él…

Yo sentía que la cabeza me iba a estallar. Debí insistir, debí exigir que me mostraran tu cuerpo. Pero no lo hice. Me conformé con que me aseguraran de que antes de meterte en tu cajita blanca te envolverían en la mantilla que con tanto cariño llevaba meses tejiendo para ti. Antes le coloqué la cinta celeste entrelazada alrededor de todos los bordes. Habíamos llevado cuatro metros de cinta azul y cuatro rosa. En ese entonces no se conocía antes el sexo del bebé. Entregué tu mantilla a la enfermera que me juró que se aseguraría de que te envolvieran con ella. Y luego, me dejé morir.

Llevo treinta años dejándome morir. Y ahora sé que si no me he muerto del todo es porque este momento en que pudiera mirarte a los ojos y encontrar en ellos a ese bebé peleón que no se estuvo quieto durante todo el embarazo y que chilló como un campeón al nacer, tenía que llegar.

Querido Carlitos. Quiero que sepas que, si no hubiera sido por la generosidad de tu otra madre, nunca hubiera podido llegar a ti.

Al principio, ella lo negó todo. Amenazó con denunciarme por acoso. Pero a los pocos días me llamó al teléfono que le había dejado por si cambiaba de opinión.

No hicieron faltas palabras. Solo me dijo que me esperaba en su casa.

Cuando llegué, desenvolvió el contenido de una caja con dibujos infantiles, quitándole el papel de seda que lo cubría. Era tu mantilla. Amarilleada en las puntas, la cinta azul celeste algo raída. Pero era tu mantilla. La miré sonriendo y nos abrazamos.

Ella te quiere y siempre te ha querido. Yo también. Ninguna de las dos quisiéramos hacerte daño. Tenemos, solo por eso, muchísimo en común. Por favor, no la juzgues. Antes júzgame a mí, que dejé que te arrebataran de mi lado sin pelear.

Alfredo

Guarda las dos cartas en sus respectivos sobres. Las ha recogido del buzón hace un par de horas y las ha leído al menos cinco veces cada una. Primero creyó que era una broma, después, que había entendido mal, por último, que estaban mintiendo. Que por algún motivo su madre se había puesto de acuerdo con una desconocida para hacerle creer semejante barbaridad. Porque todo esto es una enorme barbaridad, se dice en el silencio de su casa. Por suerte, Laura y los niños están pasando unos días en casa de los padres de ella. Ante ellos no podría permitirse llorar como lo está haciendo. Dudar. Ponerse de pie, coger las llaves del coche, volverlas a dejar sobre el mueble de la entrada, y sentarse otra vez en el sofá. Buscar la última llamada a su madre en el móvil y estar a punto de darle al botón de llamar, para terminar, dándole al bloqueo y ver la pantalla oscurecerse.

Amalia

A diez minutos en coche de Alfredo y su indecisión, una de sus madres desarma la maleta que acaba de hacer. Ha decidido que un viaje no es suficiente para huir. Revuelve en el armario del baño hasta encontrar esas pastillas que le recetaron a su marido cuando el dolor se hizo insoportable. Quedan seis. Calcula que con esas será suficiente.

Carmen

A unas manzanas de la mujer de las pastillas, la otra madre de Alfredo se apresura hacia su casa. Tiene un mal presentimiento. La mujer le ha mandado un mensaje que es claramente una despedida. Un mensaje en que le ruega cuide de su hijo. Sus pasos se suceden por la acera con toda la velocidad de la que es capaz. Al fin llega ante la puerta de la casa. Toca el timbre. No hay respuesta. No sabe qué hacer. Se apoya en la puerta, que cede. En un momento está junto a la otra mujer. Está sentada a la mesa de la cocina mirando fijo un frasco de pastillas que descansa sobre el mantel cuadriculado frente a ella.

Amalia, Carmen y Alfredo

Cuando Alfredo llega a la casa de su madre después de horas de indecisión, encuentra la puerta abierta. Un mal presentimiento estremece su nuca. Entra. Las dos mujeres están sentadas en el sofá. La desconocida rodea con su brazo los hombros de su madre.

—¿Qué ha pasado, mamá? ¿Estás bien?

La mujer sonríe. Las dos mujeres sonríen. Alfredo se arrodilla frente a ellas, coge una mano de cada una y las apoya en sus mejillas. Las lágrimas descienden por las manos envejecidas. Suaves la de su madre de siempre, rugosas las de su nueva madre. Luego apoya la cabeza sobre sus regazos, y se deja acariciar el pelo hacia uno y otro lado.

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