La mañana del día en que María desapareció, se obligó a hacer la cama como si por la noche planeara utilizarla. Cualquier pequeña modificación en su rutina podía llamar la atención de Carlos, y no se sentía con fuerzas de dar explicaciones.

Carlos se despidió con un beso automático sobre sus labios cerrados y le recordó llevar el traje al tinte. Ella fantaseó una mañana más con prepararle el desayuno a Daniel y acabó sentada en la que fuera su cama de adolescente, abrazada a una almohada que ya no olía a él. Los posters en las paredes habían empezado a despegarse. Los extremos parecían pesar demasiado para la capacidad adhesiva del celo que día a día mermaba. Tal como lo hacía su propósito de resignarse y sobrevivir.

A Harry Potter se le adivinaba solo medio rostro. El extremo suelto flotaba ocultando la mitad izquierda, aunque dejando a la vista gran parte de la cicatriz sobre su frente. La escoba sobre la que iba montado disparaba una nube tornasolada de gases y toda su ropa se mantenía flotando a causa de la velocidad. No estaba segura de si Harry sonreía o no. No llegaba a apreciarse ese detalle observando la mitad de su boca que quedaba a la vista. Pero estaba segura, de que el chico estaba feliz. Se le veía claramente en el brillo con que su único ojo descubierto la miraba. Los ojos de Daniel siempre habían sido vivaces, sonrientes, engatusadores. Con una mirada era capaz de ganarse un perdón o de negociar un castigo muy inferior al que se merecía por sus trastadas.

Alrededor de Harry Potter, en una ecléctica colección convivían personajes de videojuegos (de algunos de los cuales María no conseguía recordar los nombres), los jugadores de la selección levantando la copa en Sudáfrica, el logo de ACDC y dos entradas amarillentas pinchadas con una chincheta sobre el poster de Muse.

María observó largamente las paredes, volvió a acomodar el pijama debajo de la almohada y estiró la cama. Luego caminó decidida hacia la puerta del cuarto, y tras echar un último vistazo, salió, cerrándola tras de sí.

La mañana del día en que desapareció, María pensó que tampoco le costaba nada acercar el traje de Carlos al tinte antes de marchar. Lo pensó en forma mecánica. Acostumbrada como estaba a poner siempre por delante de las propias, las necesidades ajenas. Pero más tarde, cuando se vio en el espejo del ascensor, con su mochila cargada en la espalda y la funda con el traje de Carlos doblada sobre el antebrazo, se dio cuenta de lo absurda que podía seguir siendo aún. Entonces, salió a la calle y lo dejó caer dentro del primer contenedor que encontró. Allí también dejó caer sus esperanzas de que Carlos la comprendiera. Él había asumido lo de Dani poniendo su vida en piloto automático. Haciendo las cosas que había que hacer, día a día y sin levantar la cabeza para mirar más allá. Y hasta había conseguido embarcarla en aquella ola casi cómoda en que se movía. Del trabajo a casa, de casa al trabajo. Qué hay de cenar y que descanses como único vocabulario necesario para sobrevivir.

Y si sobrevivir fuera la opción, ella casi estaría dispuesta a seguirlo y aceptar ese modo tan primitivo de hacerle frente a la realidad. Pero ella llevaba muerta varios meses. Ya no había tiempo para intentar sobrevivir.  Su cadáver yacía en algún punto de la A6 sentido A Coruña, entre la salida 119 y la 121. Y ya era hora de ir a recogerlo y ofrecerle una sepultura digna.

En varias ocasiones, había intentado convencer a Carlos de que algo tenían que hacer. Que las cosas no podían quedar así. Que no había olvido posible en todo el mundo como para borrar los recuerdos de aquella noche fría de enero. Pero Carlos solo sabía decir que seguir hurgando en lo ocurrido no haría más que terminar de destruirlos. Que lo que tenía que hacer era consultar a un sicólogo que la ayudara a transitar el duelo, que Dani estaba muerto, y que eso nada podría ya remediarlo. “Mu-er-to” lo decía así, casi con fruición. Como si pronunciarlo letra a letra le ayudara a digerirlo. María, en cambio, cuando tenía que mencionar la ausencia de su hijo hablaba de que se había ido o, en la mayoría de las ocasiones, de que se lo habían arrebatado.

Dani se había marchado y la muerta era ella. Cada noche al acostarse, percibía el frío de la madrugada en el aire. El rocío helado estacionándose sobre su cuerpo rígido. El ulular de algún ave nocturna, y el cimbreo de los automóviles pasando por la autovía regularmente. En dirección A Coruña, los más próximos. En dirección Madrid, aquellos cuyos neumáticos sonaban en los carriles más apartados. Si abría los ojos, veía el firmamento cargado de estrellas, justo antes de que empezaran a caer los primeros copos. Percibía cómo se posaban sobre sus dedos rígidos, sobre su nariz, sobre el pelo enredado en la maleza del arcén.

Por eso, cuando Carlos se metía en la cama y se acercaba a ella con una intención que cada vez se repetía con más frecuencia, ella estaba helada, recostada a cielo abierto, a muchos kilómetros de aquel piso que compartían en Madrid.  

Carlos había intentado convencerla de que la vida continuaba y de que con o sin hijo, seguían siendo una pareja. Ella no se había molestado en hacerle entender que una muerta no necesita arrumacos ni refugios del tipo de los que él buscaba y ofrecía. Al final, él se había cansado de procurar franquear una frontera demasiado alta e inamovible. No digas que no te lo advertí, había amenazado en alguna ocasión. María ni siquiera se había interesado por averiguar qué se escondía detrás de esas palabras.  No mucho tiempo después supo que su marido tenía una amante.

La mañana del día en que María desapareció, Carlos había quedado a comer con Cecilia. Quedar a comer significaba restaurante, charla y hotel. No necesariamente en ese orden. Desconectaba el teléfono, no porque María fuera a llamarlo, nunca lo hacía, sino para que no lo molestaran desde el trabajo. Entonces, se introducía en la burbuja Cecilia, en su mundo de aceites aromáticos, caricias sin medida, confesiones hilvanadas con sus pechos suaves apretados contra la espalda. Cecilia era refugio y contención. No le exigía hablar si no le apetecía. Se podía quedar horas acariciando su espalda sin esperar que él se girara y le dijera que la quería. Porque sabía que él no la quería de ese modo en que se quiere cuando se pronuncian esas palabras en la penumbra. Ella sabía que él la quería de otra manera. Y no esperaba palabras cariñosas, ni romanticismo al uso. Solo esperaba que de vez en cuando le apretara la mano con que acariciaba su pecho, y le preguntara que qué tal iban sus cosas. Con eso se conformaba. Y Carlos jamás había estado con alguien que se conformara con tan poco. A veces, eso lo hacía sentir un poco culpable. Pero le tranquilizaba pensar que jamás había prometido a Cecilia algo que no podía ofrecerle. Que siempre había sido claro con ella.

La mañana del día en que María desapareció, Cecilia revisó su bolso varias veces antes de salir de casa. Siempre lo hacía cuando planeaba encontrarse con Carlos. Maquillaje para aplicarse a último momento. Su perfume bueno. El aceite con aroma a sándalo (el preferido de Carlos), los pendientes que no se colocaba antes de salir porque no quería que su madre sospechara que esa reunión de trabajo que la traería tarde de regreso, no era real. Cada encuentro con Carlos aparejaba un ritual previo de cuidados inusuales. Depilación, gel con sales del mar muerto, esponja exfoliante, crema hidratante con cacao, mascarilla para el pelo y ropa interior especial. Sabía que él no lo notaba. O al menos jamás lo mencionaba. Pero alguna vez había dicho que le gustaba que tuviera la piel tan suave, y eso le bastaba para seguir concienzudamente todo el protocolo de cuidados. Sabía, él se lo había dicho, que Carlos no podía ofrecerle más que esos encuentros, demasiado esporádicos para su gusto, pero ella, sin poder evitarlo, se ilusionaba cada vez que él, boca abajo en la cama, le pedía sus masajes especiales.

La mañana del día en que desapareció, María echó a andar hasta Atocha sin esperar el autobús que podía acercarla. No le apetecía aguardar. Cualquier cosa que la detuviera, dejaba abierta la puerta a reflexionar y ya no quería hacerlo. La decisión estaba tomada. No había ya, nada que pensar. Presentó su carnet de conducir y su tarjeta de crédito en la agencia de alquiler de coches y pronto estuvo al volante de uno de gama económica. Sin coberturas extras ni caja automática. No las necesitaba. Puso en el navegador la dirección que su abogado le había proporcionado a regañadientes.

— María, sabes que no es buena idea que te pongas en contacto con esta persona…

— Tranquilo, Juan. No lo haré —mintió con una tranquilidad abrumadora. Ni ella misma se reconocía. Desde que estaba muerta, no medía las consecuencias de sus actos. No tenían ninguna importancia, porque no había vida que pudieran arruinar.

Centrada en las indicaciones de la monótona voz, pronto estuvo en la M40 a punto de coger la A6. Pensó en aquella madrugada en que habían hecho ese camino con el corazón en un puño, luego de la llamada que les había sacado para siempre del mundo relativamente ideal en el que vivían. María sabìa que aquel mundo no era ideal, tenía muchos agujeros tapados por alfombras lujosas, pero al lado de lo que quedó de él después de aquella noche, podía llevar con bastante dignidad el calificativo.

Dos horas y catorce minutos hasta llegar a la dirección del pueblo de Valladolid que había informado como destino. Dos horas y catorce minutos para empezar a voltear el mundo que estaba del revés desde que Dani… Desde que le habían arrebatado a Dani, se corrigió de inmediato.

Hasta el túnel de Guadarrama hizo un esfuerzo por centrarse en la conducción. En los límites de velocidad cambiantes. En mantenerse en el carril correcto y tener controlados los coches que iban delante, los que la seguían, con rápidos vistazos a los retrovisores, los que la sobrepasaban excediendo la velocidad recomendada en el tramo de concentración de accidentes.

Los accidentes se habían concentrado en su vida desde la noche en que recorrió los ciento y pico de kilómetros hasta aquel arcén oscuro en que decidió tumbarse mirando el cielo para siempre.

La mañana en que María desapareció, a las 10:45 estaba transitando por el túnel de Guadarrama. El tramo de penumbra entre el soleado día de Madrid y la neblinosa mañana de Segovia, fue su última oportunidad de abortar el plan. Dos o tres minutos durante los cuales el túnel no parecía tener salida, y luego, la luz, al final. Sabía que apenas unos kilómetros después había un cambio de sentido. Pero al pasar a su lado aceleró para alcanzar los 120 kilómetros por hora que le habilitaban el cartel.

Pagó el peaje sin enterarse de cuál era el importe.  La salida 119 estaba cerca. Sabía que transitar ese trecho iba a ser duro. Puso la radio a todo volumen e intentó no mirar hacia los lados. Tenía que llegar a Valladolid. Eso era lo más importante.

La mañana del día en que María desapareció, Luciano Guerra se despertó a las seis. Hacía meses que no lograba conciliar el sueño con fluidez. Despertar significaba volver a ser consciente de quién era y de lo que había hecho. Es cierto, no había sido su intención. Pero eso no alivianaba ni un gramo la culpa que lo aplastaba contra el suelo, obligándolo a arrastrar los pies y transitar por la casa como si estuviera cargando una gran roca sobre la espalda. Si hubiera una pastilla que le permitiera olvidar y borrar los últimos diez meses de su vida, sin duda la tomaría. Aunque tuviera los peores efectos secundarios. Aunque junto con eso olvidara quién había sido. Tampoco le servía de nada saberlo. Porque ya no era quien había sido. Y nunca volvería a serlo.

Podría no haber bebido, se recordó. Como si necesitara recordarlo. Como si no fuera un pensamiento que en todo momento revoloteaba a su alrededor. Se posaba sobre su nariz, sobre el dorso de la mano, sobre el hombro, otra vez sobre la nariz, y no había forma de espantarlo, ni de aplastarlo, ni de obligarlo a salir volando por la ventana.

Cuando el timbre de su puerta sonó, llevaba más de seis horas sentado en el sofá mirando la televisión apagada. No esperaba a nadie y el sonido lo sobresaltó. Recién entonces fue consciente de que tenía el mando en una mano y que no había dado al botón de encendido.

El día en que María desapareció, eran las 13:53 cuando Luciano Guerra se puso en pie y arrastrando sus zapatillas de paño transitó hasta la puerta. Su ojo derecho descubrió a una mujer bien vestida, cargando una mochila en la espalda y algo mucho más oscuro y denso en la mirada. Tenía las manos metidas en los bolsillos de su abrigo largo y miraba decidida al frente. Antes de que Luciano decidiera qué haría con ella, ya estaba otra vez apretando el timbre con el índice. Articulando todo el peso de su cuerpo sobre él.

Luciano abrió la puerta. María lo miró a los ojos. No reparó en su aspecto descuidado, solo en su mirada.

—Soy María, la madre de Daniel ¿puedo entrar?

Luciano se hizo a un lado invitándola a pasar. Luego cerró la puerta y la precedió hasta el salón. Quitó los kleenex acumulados sobre la mesa y la invitó a sentarse en el sofá.

En el fondo siempre había sabido que este encuentro tarde o temprano se produciría. Si María no hubiera venido, él habría ido a buscarla. Por eso tampoco se sorprendió cuando María sacó de la mochila un arma y la colocó sobre la mesa baja, justo delante del sofá donde se habían sentado. Uno en cada punta, mirándose de frente.

El día en que María desapareció, eran más de las seis de la tarde cuando Carlos descubrió que tenía dieciocho llamadas perdidas de su amiga Isabel.  Acababa de dejar a Cecilia en su estación de metro y revisó automáticamente el teléfono antes de arrancar el coche para regresar a casa. La voz de Isabel al atenderlo fue suficiente como para saber que algo terrible, otra vez, sí, otra vez, se cernía sobre su vida. O tal vez, era el mismo algo terrible que llevaba diez meses persiguiéndolo.

Eran las seis y cuarto de la tarde del día en que María desapareció cuando Cecilia envió su acostumbrado Whatsapp post encuentros a Carlos. “Ya te echo de menos. Ha sido fantástico”. Un aspa, dos aspas. Sabía que Carlos no lo leería hasta días después y que no le contestaría, pero no podía evitar alargar el ritual unos minutos más mientras su metro atravesaba las entrañas de Madrid.  Luego, sacó del bolso una toallita desmaquilladora y se la pasó por el rostro, ignorando las miradas intrigadas de algunos compañeros de vagón. Tenía que quitar todo rastro que pudiera delatarla. Su madre no debía sospechar de sus escapadas. No estaba lista para dar explicaciones. Nunca lo estaría. Estaba tan controlada, tan sobreprotegida desde que ocurriera todo, que prefería mantener a su familia al margen de su vida real. Prefería que la siguieran viendo con compasión, la pobre niña que había perdido a su novio de toda la vida en un accidente de tráfico, la pobre niña que no conseguía recuperarse de su dolor, la pobre niña a la que había que tener bajo control para que no cometiera locuras. Carlos hubiera sido catalogado de locura sin duda. Carlos hubiera podido ponerla a las puertas de una clínica psiquiátrica en cuanto supieran quién era. Carlos y su perfume tibio y consolador. Carlos y esa forma tan profundamente  familiar que tenía de sonreír cuando algo le gustaba mucho. Carlos, que tenía en la espalda exactamente los mismos tres lunares que Dani. Hombro derecho, hombro izquierdo, nalga derecha. La constelación que una y otra vez unía con los dedos empapados de aceite con aroma a sándalo.

La tarde del día en que María desapareció, Luciano le ofreció un café, como si no hubiera un arma sobre la mesa baja, y ella le dijo que no necesitaba un café, que él sabía lo que necesitaba. Entonces Luciano se derrumbó. Habló y habló sin parar. De su infancia, de un padre estricto, del hermano que murió de meningitis, de sus sueños, de su boda soñada y de su divorcio de pesadilla. Se desnudó ante ella hasta llegar a la noche en que había cogido el coche después de beber dos whiskies y tres tequilas en un tugurio de Madrid. Solo. Después de deambular por Huertas tras una cita fallida con aquella mujer de una página de contactos.

Había bajado a Madrid para conocerla, pero ella lo había dejado plantado. O tal vez, lo había visto desde lejos y había decidido que no quería seguir adelante. Después de semanas volviéndolo loco por chat. Después de haberle hecho creer que enamorarse otra vez era posible.

Luciano habló de aquella  madrugada oscura en que cogió la A6. Solo recordaba la neblina. O tal vez la neblina fuera un agregado de su mente sobre los recuerdos. Porque los recuerdos eran apenas unos flashes. Imágenes sueltas. Recordaba haber atravesado el túnel. Siempre le inquietaba atravesar el túnel de Guadarrama. No se veía el final durante varios minutos y eso le provocaba angustia. Una angustia que nunca se aliviaba por completo al salir al exterior. Como tampoco cedía en ningún momento el peso que le apretaba las vísceras y se las revolvía desde aquella madrugada en la A6.

María quiso saber qué había pasado después. Cómo había sido capaz de dejar a su hijo tirado en un arcén, los neumáticos de su moto volcada girando inútilmente. Por qué no había estado a su lado dándole una mano antes de morir. Por qué había tenido que hacerlo solo, lejos de casa y sin que alguien intentara hacerle más llevadero el tránsito.

A Luciano, que nunca se le había ocurrido que morir podía ser más dulce si se hacía en compañía, comenzó a llorar aunque ya no tenía kleenex y se puso de rodillas ante María ofreciéndole el arma.

—Hazlo —le suplicó —sé que tú no me dejarás morir solo. Que me acompañarás hasta que me desprenda de tu mano.

María no sintió compasión, sino más rabia aún. Hubiera preferido que el hombre la desafiara, que la echara de casa, que cogiera la pistola y la amenazara con ella. Que la obligara a salir de su vida y dejara de darle explicaciones, que no activara esos mecanismos que hacían que empatizara con él. Que le permitiera verlo como el asesino de su hijo y no como un hombre destrozado, en pijama y con barba de días llorando a sus pies.

A las cinco menos diez de la tarde del día en que desapareció, María salió de una casa de pueblo en Valladolid y decidió no coger el coche de alquiler que había dejado aparcado en la puerta. Había llegado a un punto en su plan en que ya no podía dejar huellas. Era hora de levitar, de esfumarse, de hacer que quienes procuraran encontrarla, no lo consiguieran.

Caminó hasta la estación de autobuses y cogió uno que la llevara a la ciudad. En Valladolid iba a ser más sencillo diluir sus huellas, cortar el rastro de migajas que había ido dejando tras de sí, y rematar el plan.

El plan no había salido tal como esperaba. Apretó el arma que llevaba en el bolsillo de su abrigo largo pensando que también era necesario a veces saber improvisar. Pero que algunas cosas no hubieran funcionado tal como las había previsto, no quería decir que tuviera que cambiar el rumbo. Retomaba la senda, e iba a llegar al final tal como lo había planeado.

Lo de hacer autostop siempre le había parecido algo peligroso. Cuando estaba viva, claro. Ahora, que ya no había nada peligroso, combinó dos camiones y una furgoneta que la dejaron muy cerca del kilómetro 119. Procuró hablar con acento extranjero, sólo lo imprescindible y no se sacó las gafas de sol en ninguno de los trayectos, a pesar de que ya había empezado a anochecer.

Encontrar el sitio exacto era muy fácil. Su propio cadáver llevaba allí diez meses. Ubicó la curva, el lugar preciso donde las ruedas de la moto habían derrapado. El quitamiedos aún abollado, el declive en la superficie, el matorral donde la sangre derramada era una mancha oscura e indescifrable.

Guardó la linterna en la mochila, sacó la pistola y se recostó mirando el cielo. Esperando a que se hiciera noche cerrada.

La noche del día en que María desapareció, Carlos esperaba a ser atendido en comisaría junto a una llorosa Isabel. Tanto habían insistido en que era necesario encontrar a María antes de que cometiera cualquier locura, que habían decidido volver a tomarles declaración para ampliar la denuncia que habían asentado a las siete y cuarto de la tarde.

María había dejado el móvil en casa, las persianas bajas, la comida de los peces flotando en la pecera y una nota en que pedía que no la buscaran.

Isabel se había dado cuenta de que algo raro le pasaba cuando la noche anterior se había despedido de ella como si nunca más fueran a verse. Había pasado toda la mañana insistiendo en el teléfono hasta que había decidido hacerle una visita. Isabel tenía llaves de la casa. Se las habían dejado hacía tiempo por si alguna vez se quedaban fuera. Carlos ni lo recordaba. Pero aquella nota, con la prolija letra de María sobre la mesa de la cocina había activado todas las alarmas.

Isabel estrujaba la manga de su sudadera mientras intentaba no llorar. Tenía que apoyar a Carlos. Mientras, Carlos pensaba en Cecilia. En que tal vez María se había enterado de todo y que por eso…

La noche en que María desapareció, Cecilia no podía conciliar el sueño, como siempre le pasaba después de estar con Carlos. Por eso, cuando el teléfono sonó y vio su nombre en la pantalla sintió una repentina alegría. Efímera, como todo lo bueno que podía llegar a pasarle. Carlos lloraba, como había llorado Dani aquella noche de invierno en que le dijo que tenían que darse un tiempo. Como aquella noche de invierno en que lo vio coger la moto y acelerar antes de llegar a la avenida. Como aquella noche de invierno en que Dani, sin saber por qué, decidió coger la A6, queriendo escapar de todo, sin pensar hasta dónde quería llegar.

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