– Mamá, ¿es cierto que Juan y yo somos iguales?

Cerré el grifo del fregadero y me sequé las manos para mirarla y prestarle atención.

– Pues… a ver… ¿por qué me lo preguntas?

– La profe dice que los niños y las niñas somos iguales, pero yo no quiero ser igual a Juan. ¿Has visto que siempre le cuelgan los mocos de la nariz y se los limpia con la mano?

– Cariño, lo que quiere decir la profesora, con eso de la igualdad entre niños y las niñas …

Detrás de los ojos preocupados de Cecilia, atisbé la pila de ropa para planchar a punto de desmoronarse desde la silla y la figura de su padre desparramado en el sofá con los pies sobre la mesa de centro, y la atención absorta en la pantalla del televisor.

Volví a mirar el rostro expectante de mi hija y no fui capaz de preocuparla más.

– Es que… lo que intenta decir la profe… – dudé – es que no importa si eres niño o niña en lo que se refiere a tus derechos, tus oportunidades…. Antes las mujeres teníamos menos derechos que los hombres, no podíamos decidir, no podíamos trabajar,  no podíamos manejar nuestro dinero…

– ¿Pero eso ya no es así, no, má? – preguntó con la boca fruncida por la inquietud.

– No, claro que no – la tranquilicé, y salió corriendo detrás del gato hacia el balcón.

Miré la hilera de ropa, la presencia ausente en la sala, los platos a medio aclarar en el fregadero, la sartén chisporroteando con lo que sería la cena, mis manos pálidas y arrugadas.  Y antes de volver a abrir el grifo, me pregunté cuál sería la edad adecuada para explicarle a Cecilia que los reyes magos no existen.

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