El único profesor que nos dejaba mascar chicle en clase era Gutierrez, el de Lengua. Bueno, él lo llamaba goma de mascar. Y no solo nos dejaba, el día que tocaba lectura, él mismo traía los chicles y los iba dejando en cada mesa. Eran esos chicles con sabor fresa que llamábamos chicles globo porque con ellos, aplicando cierta técnica, podías crear unos globos enormes. Guti, que así lo llamábamos, no solo nos animaba a hacerlos, sino que también les explicaba detalladamente el método para conseguirlos a quienes aun no lo hubieran logrado.

Mientras él leía, nosotros mascábamos, soplábamos, explotábamos con más o menos suerte y volvíamos a empezar.

Al principio solo conseguíamos formas inestables redondeadas, pero poco a poco fuimos aprendiendo a ajustarlas a la historia que escuchábamos mientras tanto.

El primero en conseguir algo extraordinario fue Juan, que mientras Guti leía el Quijote, consiguió que su globo tuviera los rasgos exactos de un Sancho Panza desaliñado, bonachón y parlanchín. Todos aplaudimos antes de que Sancho estallara. Pero aquello nos abrió las puertas a un universo maravilloso.

Pronto dejamos de lado la limitación de la redondez y aprendimos a conseguir formas alargadas, puntiagudas, cuadradas, triangulares, lo que quisiéramos.

Así, podíamos dibujar un lazarillo flaco y desgarbado y hasta un ciego malvado a su lado.

Mi primer logro fue plasmar una vieja Celestina con tanta exactitud que Guti levantó la vista del libro y se quedó contemplándola fascinado.

Molinos, balcones, campos de batalla, caballos, damas de la realeza, vagabundos, asesinos, pícaros, buscavidas, don juanes… Nos divertía tanto ilustrar las historias de Guti, que la hora de clase se nos pasaba en un pispás.

Cuando sonaba el timbre, Guti cerraba el libro, los personajes que habían estado flotando sobre nuestras cabezas se iban desinflando y nos recordaba que teníamos que tirar los chicles en la papelera que estaba junto a su mesa. Luego se ponía de pie, guardaba el libro en su portafolios y caminaba hasta la puerta tan serio como había entrado, mientras algunos rezagados, que aun estábamos flotando con nuestros globos cerca del techo, los hacíamos explotar para caer en nuestros pupitres, acomodarnos las cabezas despeinadas, y esperar a que llegara el siguiente profesor.

A %d blogueros les gusta esto: