Ya no podíamos hacer nada por él. Accedimos a los ruegos de la madre y dejamos entrar a su perro en el hospital. Era un Golden dorado que se sentó junto a la cama del niño y hurgó con el hocico bajo su mano ingrávida sobre las sábanas. Él abrió los ojos y sonrió. Los dejamos para que se despidieran en privado.

A la mañana siguiente, la cabeza calva del niño apareció poblada de insólitos rizos rubios, y una semana después, estábamos dándole el alta.

A veces, por las noches se escuchan alegres gruñidos en la planta infantil. Quienes dicen haber visto al perro, siempre por unos segundos, porque escurridizo, se pierde por los pasillos, coinciden en que suele salir de las habitaciones de la zona de oncología y en que lo único extraño que hay en él es que su cuerpo está lleno de calvas.

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