Mi hermana Charo lleva años pidiéndole a padre que la deje hacer el camino de Santiago. Padre siempre responde que no entiende qué se le ha perdido a su hija allí.  Si ni siquiera somos cristianos y los santos nos dan igual.  Cuando dice esto mi abuela se persigna, pero a escondidas, no vaya a ser cosa que alguien se acuerde de que ella fue la que insistió con aquello de que nos bautizaran, cuando tenia aún alguna influencia sobre madre.

Al final, Charo cumplió los dieciocho, se cansó de las malas formas y los “Se hace porque yo lo digo” de mi padre, y se consiguió un novio que la llevará a hacer el camino. Tal vez sea el mismísimo Santiago, y mata dos pájaros de un tiro. Camina tal como quería y de paso se queda con él, que más le vale no volver a casa después de escaparse sin dar señales de vida durante una semana. Que eso es lo que me dijo que hará. “Enano, tú no te hagas problema, yo estaré bien, pero no se te ocurra decirle nada a papá. Cuando vuelva del camino, ya hablaré con él”.

Sé que tiene una mochila preparada escondida en el sótano y que pone voz de tonta cuando el tal Santiago (o como quiera que se llame) le habla por teléfono. Que se esconde bajo el hueco de la escalera para hablar con él, y que el plan es descolgarse por el balcón esta noche, cuando papá se haya dormido.

Pero padre no llega de trabajar, y Charo camina inquieta por el pasillo y manda mensajes de WhatsApp que nadie lee y hace llamadas que nadie coge. El supuesto Santiago, santo no es. De eso estoy seguro. Ni tiene mano en el cielo. Porque si no, no hubiese caído tan fácilmente en la trampa. Charo no ha tenido en cuenta que lo de hablar bajo la escalera es algo que ha heredado de madre. Y que, en esta casa, todo se sabe. Como lo de aquel otro santo, al que le rezaba madre para que la sacara de una existencia anodina e insoportable. ¿Has vuelto a saber de él o de madre? Pues eso. Yo tampoco.

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