Durante una semana estuvimos persiguiendo su andar saltarín y el vaivén de su coleta. Tú no me lo decías, pero era evidente. Cada día, esperábamos que ella y su grupo salieran del albergue de turno desperezándose, rellenaran cantimploras, acomodaran mochilas a sus espaldas, bromearan sobre el sol que no se decidía a salir, y en cuanto se ponían en camino, seguíamos sus pasos.
Mientras tanto, dabas vueltas, consultabas por enésima vez el mapa, te cambiabas los calcetines o te asaltaban repentinas ganas de ir al servicio. Te lo dije: tú estás colado por la rubia de los pantaloncitos. Y tú, para terminar de afianzar mi teoría, te reíste con ganas, como si se me hubiera ocurrido algo absurdo y disparatado. Pero lo absurdo era que hubieras dejado de cogerme de la mano y que lo de pernoctar en habitaciones compartidas fuera tu excusa para no meterte en mi cama como habíamos planeado. Tú, en la de arriba, que yo ya subiré cuando todos se duerman. Pero te habías dormido en cuanto habías puesto la cabeza en tu almohada, decías a la mañana siguiente, fumándote el primer cigarro con los ojos puestos en las mochilas que el grupo de la rubia había dejado en las escaleras mientras desayunaban.
Ya no hablábamos mientras caminábamos. Íbamos juntos, pero como dos desconocidos. Si los de la rubia paraban, nosotros también. Si los de la rubia se mojaban los pies en un río, ahí estábamos nosotros viéndolos reír desde una hondonada. Si la de los pantaloncitos se detenía a tomar una fotografía, nosotros ralentizábamos el paso para nunca sobrepasarla. Para ir siempre por detrás, pero eso sí, sin perderla de vista.
Nos quedaban aun cinco días de camino, cuando decidí que las cosas habían llegado demasiado lejos. Identifiqué las botas de la rubia a las puertas del cuarto que ocupaban y deposité en ambas (para asegurar la jugada) los trozos de cristal más cortantes que pude conseguir rompiendo una botella de vino que distraje durante la cena.
A la mañana siguiente las botas no estaban en el pasillo, ni la rubia, ni su grupo, ni la montaña de mochilas que acarreaban. No se habían escuchado gritos, ni urgencias en el pasillo. Nadie había llamado a la ambulancia. Nadie había girado hacia mí su dedo acusador.
La coleta alta y el andar saltarín se habían esfumado y tú dijiste que mejor nos echáramos a andar temprano, que la etapa que tocaba era más larga. ¿Y qué pasa con la rubia?, pregunté. ¿Qué rubia? dijiste encogiéndote de hombros.
Desde ese día seguimos caminando silentes. Tú, perdido en tus pensamientos. Yo, en mis remordimientos y dudas. Remordimientos por haber sido capaz de hacer lo que hice. Y dudas, porque ya no sé quién soy, porque no soporto que sigamos así, ahora que la rubia ya no está, y porque desde que he encontrado la botella entera en el fondo de mi mochila, me pregunto si la rubia alguna vez ha existido. Hubiera sido tanto más sencillo tener una buena excusa para romper contigo…
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