Era el verano de tus quince años y tú eras un chaval tímido que no encajaba del todo en los grupos y que tenía contados amigos. De todos, el mejor era Alberto. Os habíais conocido en segundo, después de la gran mudanza. Desde entonces erais inseparables. Alberto era un año mayor que tú, pero como había repetido curso en primero, coincidíais en clase.
Costó que su madre divorciada (algo muy mal visto por tus tradicionales padres) los convenciera de que te dejaran ir a pasar unos días con ellos a la playa. Pero entre su insistencia y tus promesas que habían ido desde el comportamiento ejemplar hasta las mejores notas para el curso siguiente, lo habían conseguido.
Aquellos días en la playa estaban siendo increíbles. La madre de Alberto era lo opuesto a la tuya. Siempre riendo, siempre contando anécdotas, siempre diciendo que sí a cualquier cosa que su hijo le pidiera con un poco de insistencia. Les dejaba ir al cine solos, pedir pizza por teléfono, quedarse despiertos hasta cualquier hora e ir a un local de recreativas (el lugar top de la ciudad) que tenía nada menos que tres plantas repletas de maquinitas y además con unos cuantos billetes en los bolsillos.
Fue en alguna de aquellas noches de verano, cuando después de un empacho de Tetris y Space Invaders en las recreativas, y en plena euforia porque habías conseguido batir el récord del Out Run, cuando subiendo en el ascensor del edificio donde se alojaban, Alberto te besó por primera vez.
Te tomaba por sorpresa. O tal vez no. Tal vez lo habías estado esperando sin permitirte reconocerlo. Lo empujaste suavemente apoyando tus manos en su chaqueta de jean. Él te miró expectante. La campanilla del ascensor indicó que ya estaban en el noveno. Tú bajaste la cabeza y sin querer, sonreíste.
La madre de Alberto os miró con reproche al abrir la puerta.
—Habíamos dicho diez y media aquí —dijo.
—Sí, má… Se nos hizo un poco tarde. Este monstruo batió el récord del Out Run, ¿lo puedes creer?
La madre de Alberto te miró sorprendida. Tal vez encontraba un color distinto en tus mejillas o la confusión pintada en tus ojos. Tal vez era capaz de vislumbrar el caleidoscopio de emociones que giraban en tu interior. Out Run, salir corriendo. Debería salir corriendo, recuerdas haber pensado. Pero no lo hiciste.
—Bueno, todo el mundo a dormir —dijo la madre de Alberto acompañándoos por el pasillo.
Entrasteis en el cuarto que compartíais. Él se puso el pijama como si nada, y sacó tu cama que se guardaba debajo de la suya. Tú te quitaste la chaqueta, y así vestido, te dejaste caer sobre el edredón. No sabías que decir. Y extrañamente, parecía que Alberto tampoco.
Apagó la luz. Tú tanteaste en la oscuridad hasta encontrar su mano colgando. Siempre dormía con la mano colgando fuera de la cama. La apretaste fuerte. Y como si al fin, después de mucho buscarlo, hubieras encontrado el sitio del que no querías huir, el sitio en donde más cómodo te sentías, el sitio del que nunca harías Out Run, te quedaste dormido.
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